Evocación de Gustavo Cáceres Castro, médico y profesor.

Allá por el año 1940 en las calles Lizardo García y Vélez, inmediaciones del  colegio fiscal Vicente Rocafuerte, funcionaba la primera estación ferroviaria cuyos rieles unían Guayaquil con Salinas y los  pitos como el  de la locomotora Nº 8 despertaban a los moradores de ese vecindario. Cuando se deterioró el puente de madera sobre el estero Salado, que se levantó  paralelo al Cinco de Junio, que unía las riberas del legendario brazo de mar, al oeste de la ciudad, la terminal se trasladó al otro lado donde ahora se levanta la  ciudadela Ferroviaria.

La ruta hacia la costa se iniciaba en lo que hoy queda del cerro de San Pedro. Continuaba por las zonas aledañas a San Eduardo y la contemporánea urbanización Puerto Azul; además, pasaba por la  ‘lagartera’, sitio que tomó este nombre por los muchísimos reptiles que allí se asoleaban, interrumpían la vía y solo se movían al escuchar el ruido de la locomotora. El paisaje de entonces se mostraba bastante diferente al actual: abundaban esteros, manglares, árboles frutales propios de la zona  y era común observar al venado y el tigrillo.

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El sendero atravesaba la zona de Chongón y  sus cerros para  llegar a la estación de Progreso. Se internaba después por las localidades de Engunga y Villingota, pasaba por las estaciones del kilómetro 80 y Zapotal, cruzaba el puente del Azúcar, desde donde veía el ‘cerro del muerto’, llamado así por su peculiar forma. Más adelante estaba San Vicente,  Santa Elena, La Libertad (cruzando por Cautivo)  hasta que a las 18:00 se arribaba a la estación de Salinas, ubicada  en la parte final del actual barrio Bazán.

La máquina y sus vagones conducían legumbres, animales, encomiendas, el correo y unos pocos parroquianos, pues la mayoría de los pasajeros iban en autoferro (parecido a un autobús).

Por la década de los cincuenta este medio de transporte perdió total vigencia y fue reemplazado de manera definitiva por la cinta  de asfalto.