Al igual que en la mitología griega o romana, nuestros aborígenes contaban con dioses que tenían el poder de proporcionar salud o quitarla. Acerquémonos un momento a ellos para comprender esos tiempos en que el bienestar del cuerpo dependía de la magia y la religión.

No había pastillas. Tampoco cápsulas ni inyecciones. Peor pomadas, jarabes, tabletas ni polvos que como magia de la ciencia y medicina hoy en día ayudan a aliviar las dolencias.

Antes, digamos hace 1.500 años, los primeros habitantes de nuestro territorio tampoco tenían un médico de bata blanca y letra indescifrable para calmar sus enfermedades, por eso muchos decidían acudir al templo dedicado a la diosa Umiña, ubicado en las cercanías de lo que hoy es Manta (Manabí), para dejarle al sumo sacerdote una ofrenda de oro, plata o piedras preciosas.

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En cambio, el sabio envolvía sus manos con un paño blanco para luego agarrar una esmeralda del tamaño de un huevo de avestruz, con la imagen de Umiña tallada, y conforme al rito frotaba el ídolo sobre la parte afectada del enfermo con el propósito de curarlo.

No se tienen registros de la eficiencia de tal metodología de sanación, sin embargo, debió haber tenido algún tipo de resultado, porque según Virgilio Paredes en su libro Historia de la medicina en el Ecuador, la joya con la imagen de la  poderosa Umiña fue motivo de disputas entre Huáscar y Atahualpa.  En fin, es bien sabido que aquellos hermanos y monarcas incas no sabían compartir.

Entre Umiña y Supay
Umiña era considerada la diosa de la salud de la cultura Manteña (500 aC.-1500 dC.), por ello los cronistas españoles hablaron del gran santuario dedicado a esa deidad en el área de Manta, considerado el principal, porque también había “sucursales” en las islas de La Plata, frente a las costas de Manabí, y Santa Clara, en el golfo de Guayaquil, según Paredes.

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Federico González Suárez (Historia del Ecuador) sugiere, en cambio, que la deidad de la salud en la isla de Santa Clara era conocido como “Dios de las enfermedades”, cuyo templo estaba repleto de ofrendas preciosas que representaban brazos, piernas, cabezas, dedos, ojos, orejas y toda parte del cuerpo que los creyentes consideraban que les fue sanada por ese personaje místico.

González Suárez también habla del demonio más maligno de la medicina ancestral ecuatoriana: Supay, también conocido como el ser del inframundo, porque se decía que habitaba en el candente centro del planeta. Este personaje era tan malo, pero tan malo, según se creía, que los Cañaris decidieron levantarle un templo en el monte Supay Urcu (Cerro del Diablo) para calmar la ira de este demonio de cuyas alforjas se derramaban todos los males que aquejaban a los hombres y mujeres de la época.

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Entre tales enfermedades se destacaba el mal viento (huayrash-ca), trastorno sobrenatural que se supone era exhalado por Supay para atacar a sus víctimas.

Otro de los trastornos de antaño venía de forma más colorida. Era el mal del arco iris. Por ello, los Puruháes solían preocuparse seriamente cada vez que comenzaba a llover, porque conocían que posteriormente podía aparecer ese arco celestial que podía causar dolor y muerte por sus poderes sobrenaturales (los siervos solían voltear las sillas de sus amos para que no vieran al arco iris).

Aunque también se le atribuía la capacidad de fecundar a las mujeres. Así que si fulanita o sutanita aparecía con una barriga inexplicable o misteriosa, simplemente se la atribuían al arco iris.

Rodolfo Pérez Pimentel, en el primer tomo de su serie Ecuador profundo, aborda que la fertilidad en Esmeraldas era atribuida a la antigua diosa Tunda, personaje femenino de origen indio y africano, quien de ser una deidad protectora en algún momento de su mítica existencia se volvió malvada, porque incluso en nuestros días se le atribuye como la raptora de los niños que desaparecen en la norteña provincia verde.

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“Pórtate bien, mi morito/ pa’ que yo te dé café,/ porque si viene la Tunda/ la Tunda te va a cogé”, dice una canción tradicional esmeraldeña sobre esa mujer de apariencia normal, salvo que su pie derecho tiene forma de pata de macho cabrío, según Pérez.

Aunque han pasado los años, ese toque diabólico aún espanta a muchos en nuestro país. (M.P.)