Mucho antes de la llegada de los españoles y del asentamiento de los huancavilcas, un lujoso palacio acuñado de oro, plata y mármol se levantaba en las profundidades del cerro Santa Ana. Su dueño era un cacique que un día, desesperado, mandó a llamar al curandero más anciano del lugar con la esperanza de que curara a su hija enferma.

Pero el curandero obligó al cacique a elegir entre su riqueza y su hija. “La única cura”, dijo. “Es que devuelvas a sus dueños legítimos todas las riquezas obtenidas y robadas en tus batallas”. La avaricia habló y el cacique optó por su riqueza, mientras arrojaba un hacha de oro al curandero.

El brujo, furioso, escapó de la muerte y maldijo al cacique y a su hija. “Vivirás con tu hija y tus tesoros en las entrañas del cerro”, sentenció. ”Tu hija deambulará fuera de palacio cada cien años hasta el día que encuentre a un hombre que la prefiera por sobre sus bienes”.

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Pasaron muchos años hasta que llegara la conquista española y, con ella, el soldado Nino de Lecumberry, quien al llegar a la cumbre del cerro Santa Ana se encontró con la hija del cacique. Sin conocer su historia, la siguió hasta el centro del cerro, a su palacio, y tuvo que elegir entre quedarse con ella o los tesoros del lugar.

Nuevamente la avaricia fue más y el español tuvo que enfrentar la ira del cacique. Estando en peligro de muerte, imploró de rodillas a la cristiana Santa Ana, madre de María y abuela de Jesús, para que lo sacara de ese lugar.

Al lograrlo, en agradecimiento, colocó en la cima del cerro, una cruz con la leyenda de Santa Ana. Desde ahí, los pobladores empezaron a llamar así al lugar que antes era llamado por los aborígenes originarios como Loninchao. (I)

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Fuente: www.ercotires.com/comunidad/gt/guayaquil-y-el-hada-del-cerro-santa-ana. (F)