Sergio Ramírez

Pongo a Javier Vásconez entre mis escritores favoritos, de esos que parecerían ellos mismos huir del ruido con pasos silenciosos, y que hacen de la escritura su deidad. Inició su carrera literaria con Ciudad lejana. En 1996 apareció El viajero de Praga, una novela memorable donde el personaje central es el doctor Josef Kronz, y que le mereció excelente crítica y lo puso más allá de las fronteras de su país. La sombra del apostador, otra de sus novelas, fue finalista del premio Rómulo Gallegos, y cuando volvió a publicarse recientemente, escribí para la contratapa estas líneas: La sombra del apostador es un edificio construido con piedras leves, pero rotundas, que no son otra cosa que la materia de que están hechos los sueños, de los que la prosa de Vásconez solo nos saca para hacernos navegar en las oscuras aguas de la vigilia. Una prosa magistral en la que cada palabra pesa con el peso de la angustia.

Javier Vásconez, con dedicación minuciosa, busca describir mundos encubiertos, y al describirlos, los descubre. A veces se trata de mundos superpuestos que las palabras van sacando a la luz como si se tratara de una arqueología verbal. Porque sin sacar lustre a las palabras, sin articularlas en un tejido preciso, no es posible contar con lucidez las historias que fabrican la imaginación y la memoria. Ni tampoco crear esa atmósfera remorosa, muy propia suya, donde andamos siempre por laberintos secretos, y cuando salimos de ellos es para encontrarnos bajo un cielo de lluvia, la sombra ominosa del volcán Pichincha, que es más que una presencia física para convertirse en parte del paisaje interior. El cielo, el volcán. La ciudad a la sombra del volcán. El altiplano andino con su llovizna persistente parece dar color a esa atmósfera donde el crepúsculo se halla instalado como una deidad vigilante.

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Ahora estamos frente a su última producción, una breve y espléndida novela, La otra muerte del doctor. La precisión lo ha llevado a la brevedad, y uno siente que entre las palabras que construyen las frases tan bien pulidas de esta novela, puede pasar el aire. La brevedad transformada en levedad, según la preferencia de Augusto Monterroso y de Italo Calvino. En ella Vásconez vuelve a retomar a ese viejo personaje suyo, conocido de todos quienes solemos visitar sus libros, el doctor Josef Kronz, emigrante checo que se arraiga en el Ecuador, y no sé si arraigarse será la palabra adecuada, porque personajes así no son capaces de echar raíces más que en la desolación.

Lo habíamos visto por primera vez en el libro de cuentos El hombre de la mirada oblicua, donde hace su aparición en el relato El jockey y el mar; luego entrará de cuerpo entero en El viajero de Praga y en La sombra del apostador.

Quien vive dentro de los laberintos de la escritura sabe que los personajes nunca son casuales. Nacen de una entraña muy oscura, y si a veces se manifiestan en apenas una línea, un nombre propio, de pronto comienzan a cobrar cuerpo, a materializarse, y la voluntad del escritor empieza a ser apartada frente a la propia del personaje, que se hace de una vida independiente y, así, trasciende de una página a otra y, como en este caso, de un libro a otro.

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Kronz tiene ya, pues, una persistencia de personaje literario capaz de regresar por su propia voluntad a la página en blanco de Vásconez. Pero, ¿quién es este doctor Kronz? Un médico checo, habitante de Praga, que un día acude a un congreso científico en Barcelona y empieza desde entonces la vida errante que lo llevará a recalar en Ecuador.

En La otra muerte del doctor se encuentra dividido entre dos mundos: el del páramo, “la profunda oscuridad de las noches sin luna y el suave olor a piedra húmeda”, donde la soledad se respira en el silencio abrumador, al lado de Cecilia, una maestra de escuela que se convierte en su amante; y el mundo de Nueva York, en pleno invierno, donde un muchacho lo ataca a tiros cuando acude a dictar una conferencia acerca del soroche, el mal de altura.

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Es una novela que relata un amor desapacible, que al final terminará teniendo secuelas trágicas. ¿Por qué ha llegado Kronz a Nueva York? A dictar una conferencia científica en una sala del hospital Mount Sinai, ante un reducido auditorio. Pero esto no es motivo suficiente para el destino, que le prepara un encuentro menos rutinario. El pasado, porque al fin y al cabo, a pesar de su displicencia, el doctor Kronz tiene un pasado, se encontrará con él en una calle, tendiéndole una celada. Y el doctor es un personaje contemplativo, diría yo, que no pretende alterar la vida que discurre a su alrededor, y se deja llevar por la corriente del tiempo. Se deja disolver en los espejos del espacio, y el destino lo envuelve sin que él pretenda romper esa envoltura. Es el extranjero, el exiliado, el emigrante.

Solo un escritor en toda regla es capaz de construir un universo para sus personajes, y ese universo tiene a su vez una atmósfera. En esta novela, desde que el investigador de seguros, Mr. Sticks, representante de la Ocean Global Insurance, la compañía que debe pagar los gastos médicos provocados por el atentado a balazos contra el doctor Kronz, llega a Quito en pos de sus averiguaciones, esa atmósfera vasconeana ya está allí presente, y aquí entresaco: “Antes de entrar, Mr. Sticks había examinado sin entusiasmo la puerta de cristal del hotel. Por unos segundos observó los muebles pesados, envejecidos del vestíbulo, y fijó su mirada en el reloj de madera colgado a la derecha del comedor. Se había desplazado con pasos desiguales por las tablas crujientes del corredor al tiempo que oía el sonido de una mosca en algún lado del salón…”.

Hay que entrar en ese mundo de Javier Vásconez decididos a cambiar de piel, porque al término de la lectura seremos otros. Habremos aprendido a convivir con el riesgo mortal de las palabras, que lejos de presentarse como vanas, cargan de sentido a la literatura y a nuestra propia existencia. (O)