Fue llamada la “última cruzada”, la “guerra de la tecnología”: las naciones más poderosas del mundo lucharon entre sí en el contexto de la decadencia de algunas de ellas y la emergencia de otras. Pelearon frente al mar Negro, la tierra de transición en donde Europa y el Asia se encuentran y cuyo control tiene implicaciones globales. Eso fue la guerra de Crimea del siglo XIX.

Hace 170 años, los ejércitos rusos se movilizaron hacia el sur, concretamente hasta paisajes de lo que ahora son las repúblicas de Rumania y de Moldavia, para someter a los Gobiernos locales que se encontraban bajo el dominio del Imperio otomano (la actual Turquía). La justificación fue cuidar a las poblaciones rusohablantes e incorporarlas a la protección de Moscú. Otro propósito fue respaldar a los creyentes ortodoxos que administraban los lugares sagrados del cristianismo bajo el dominio del sultán turco.

Los límites del poder

El despliegue zarista fue interpretado por las potencias de Europa occidental como un intento de extender los territorios rusos hasta el Mediterráneo. Los austríacos se solidarizaron con los otomanos y combatieron con éxito en la desembocadura del Danubio, mientras una fuerza anglo-francesa se sumó también a las batallas contra Moscú, primero al occidente del mar Negro, y luego en Crimea, la península actualmente disputada por Ucrania y Rusia, la misma que fuera conquistada por los europeos en esa guerra y, luego de un tratado de paz, devuelta a Rusia, que terminó mal su empresa bélica. La tecnología y la ciencia más avanzada de la civilización industrial se desplegaron en ese enfrentamiento que atestiguó el regreso de Francia como potencia militar tras las fracasadas aventuras napoleónicas, cimentó la alianza Londres-París vigente hasta la actualidad y produjo un orden internacional que duró casi 60 años.

El siglo XIX se caracterizó por la arquitectura multipolar del sistema internacional. Varios países disputaron entre sí la primacía en un contexto de permanente amenaza. El Imperio británico era el Estado más poderoso del mundo, pero no el único. Rusia tenía el ejército más grande del planeta, los Estados Unidos estaban expandiéndose y casi todas las naciones modernas de Europa, así como Japón, tenían capacidad para proyectar sus intereses fuera de sus fronteras. El orden internacional de ese tiempo enfrentaba constantemente a los Estados, y los conflictos estratégicos se resolvían con las armas.

La multipolaridad no ofreció, en el pasado, garantías de seguridad, estabilidad o de vigencia de la soberanía a ningún país. La expansión colonial de Europa se produjo en escenarios multipolares, así como también el control de los Estados Unidos sobre los países latinoamericanos o la invasión del Asia por parte del Japón. Esto no significa que la bipolaridad o la unipolaridad sean mejores alternativas, sino simplemente que la forma de la distribución del poder internacional, cuando este es asimétrico, no elimina las relaciones de dominio o subordinación. Creer en lo contrario es candoroso. (O)