El 27 de enero se conmemora la liberación de Auschwitz. Se ha dicho con reiteración que ese día se pasó de página, que el mundo que lo antecedió debe ser olvidado. Lo cierto es que en idéntica fecha nació hace casi 300 años Mozart. La maldad desmedida coexistiendo con el sublime austriaco. Pocas piezas musicales como el Réquiem pueden refrenar, cuando no redimir en alguna medida, la maldad de ese lustro.

Basta mirar las noticias para atisbar el horror de nuestros días, para sentir la incertidumbre. Los dados siguen en el aire. Y, sin embargo, Zagajewski señalaba que “podemos soportar las grandes desgracias, las épocas de terror, solo porque la realidad nos es deparada en exceso”. Exceso de horror, sin duda, diría alguno. ¿Cómo puede ser eso? El día que recordamos a Auschwitz y sus atrocidades, sí, sus atrocidades antes que la liberación, es el mismo día en que nace Mozart. La belleza convive con el mal. Todavía más, lo desborda. Brueghel y su Camino del Calvario. Muere de forma inclemente el Salvador de la humanidad, el Redentor, y el resto del universo lo ignora, no lo sabe, baila, duerme, come, tiende las blancas telas al sol. La maldad, la ignominia, es siempre desbordada por la belleza, por el espíritu feliz del ser humano que no se entrega a las lágrimas. Exceso de belleza, exceso de realidad, exceso de normalidad.

Se ha insistido en que en la penuria se redimensiona lo cotidiano. Se le sacude el alma. El tiempo con los seres queridos, el retorno a los libros inconclusos o a los que esperan en la línea de salida desde hace decenios, el baile sin alcohol, la mera alegría de bailar, el reírse y el cantar alrededor de las hoyas. ¿No es, acaso, el momento de lavar los platos, uno de reflexión, la soledad repetitiva del agua, los mismos platos, sí, como los versos de Lo fatal de Rubén Darío a los que se vuelve una y otra vez? Lavar los platos es, espero no exagerar, poético. Uno, de un momento a otro, se transforma en personaje de Carver, en actor de una película de Todd Field. Mirar por la ventana el paso del río, el sacudón del árbol. Volver a lo esencial. Exceso de normalidad.

Similar mecanismo se despliega en la experiencia de la ficción. Nos gusta el drama. El éxito de las telenovelas no tiene fin. Se podría decir algo similar del eterno retorno a La odisea, a Crimen y castigo, a la música de Alci Acosta o Julio Jaramillo. De manera misteriosa nos interesa contemplar el dolor de otro. Quizá nos preparamos inconscientemente para cuando nos llegue la hora, quizá es un deseo, casi una necesidad, de creer en la posibilidad de la salvación, de que al menos el personaje acabe feliz, quizá, sin más, nos sorprende, nos golpea como un choque de rodilla en el borde de la mesa, nos intriga, nos atrapa, el que un estilo, una música, una prosa rediman el dolor. Lo tornen bello, atractivo. El Réquiem de Mozart. La lista de Schindler. The Reader. Nabokov se atrevía a definir el arte como “belleza más compasión”.

Tal vez no es la “nueva” normalidad lo que deba agobiarnos. Hemos retornado a la antigua, a la hierba pisada por los primeros humanos. Dolor hay y habrá. La normalidad, sea cual sea el desenlace, abundará. (O)