Laurence Debray, hija de Regis Debray y de Elizabeth Burgos, publicó un libro interesante, Hija de Revolucionarios, hacia finales del año anterior (Laurence Debray, Hija de Revolucionarios, Anagrama, Madrid, 2018). Era previsible, quizá, nuestra curiosidad: como decía Jorge Luis Borges, “el pasado es maleable” y cabía intentar una interpretación comparada.

En estos años hemos visto –en la región y en el mundo– el advenimiento de “cuadros revolucionarios” que persiguen, seguramente, “metas” similares, que han complicado los escenarios nacionales, tratando, además, de restringir con fuerza las libertades, intervenir en la administración de justicia y restringir los derechos humanos, único patrimonio no sujeto a cesión alguna.

Regis Debray y su esposa pertenecieron a la élite intelectual francesa, lo que nos hace suponer que habrían procurado –es su responsabilidad– dimensionar la realidad y sus propios objetivos y decisiones.

La riqueza intelectual del protagonista, Regis Debray, no se aprecia en el caso “revolucionario” actual, evidentemente. Desde las tierras de Darío, hasta la de San Martín. No digamos en la de Bolívar. Tampoco –incluyámosla– en la de Espejo. Debray se formó en una de las denominadas Altas Escuelas Francesas, la Escuela Normal Superior, apuntando a la docencia universitaria, originalmente.

Como fuere, cuando preso el joven Debray en Bolivia –bajo Barrientos–, el general Charles de Gaulle, amigo de sus padres, le dirigió una nota personal que llegó a decir, textualmente: “Deseo llamar su distinguida atención sobre el interés que tengo por preservar su vida, que, en última instancia, solo depende de usted. Es posible que este joven brillante y universitario se haya dejado llevar sin rumbo por su parcialidad excesiva y el deseo de aventura…”.

Nota que refleja una concepción particular y que mereció una respuesta mordaz de Bolivia. Debray, de todos modos, salvó su vida –según su hija– gracias a un apoyo providencial pero interesado, que mezclaba una serie de ganancias políticas, económicas y otras de orden similar, en función sobre todo de la confirmada presencia de Guevara en las guerrillas bolivianas desde 1965, por decisión de Castro.

El libro refiere, además, las desigualdades que caracterizaron la gestión de Castro y los suyos desde la partida. ¿Explicaría esto los rápidos alejamientos de Alberto Moravia y de Mario Vargas Llosa? ¿Las dudas de Jorge Semprún?

Siempre hubo sectores privilegiados, en los que en sus largas estancias en Cuba, se incluyeron Debray y su esposa, favoritos de Castro. Esto lo refiere su propia hija, que, además, anota que no llegó a entender que fuese posible que sus padres aprobaran un proyecto político como aquel. De hecho, una percepción personal.

Perteneciente a las clases pudientes de Francia, Debray fue un alejado de sus “resplandores” y prefirió llevar una vida dedicada a tareas trascendentes, inquieto siempre por la coyuntura que debió vivir. Su esposa, de nacionalidad venezolana, fue una mujer brillante intelectualmente y ambos mantuvieron siempre relaciones con la cúspide.

Hasta Cuba y Bolivia. Allí su vida cambió. Más en Bolivia, donde por sus antecedentes fue condenado a prisión, que al cabo de pocos años pudo eludir gracias sobre todo a Francois Mitterrand, electo presidente de Francia en 1981 y de quien pasó a ser consejero especial. El poder no lo eximió de su deber intelectual.

Conoció prácticamente a todos los políticos que tuvieron cierto papel en la historia, para bien o mal. Los últimos: Chávez y el comandante Marcos. Laurence Debray señala que, en el caso de Chávez, ella lo vivió “…como una traición, como la negación de mis orígenes venezolanos, como la estupidez de una izquierda cegada… en detrimento de la cruel realidad” (p. 258).

Continúa: “Venezuela no es un lugar de experiencia política para entretener a la izquierda francesa, cómodamente sentada en los mejores restaurantes parisinos, mientras allí no se encuentra lo necesario para sobrevivir” (p. 259). Es, señala, una “…muestra concreta del ‘sadismo de Estado’, según la acertada expresión de Axel Gylden” (p. 259). Fuerte cuestionamiento a su padre, claro.

En fin, el libro es un relato controversial, sobre una relación que trata de exigir una suerte de rendición de cuentas íntimo. Pero no escapa la crítica a un sistema represivo, en el que las decisiones individuales están supeditadas. Es, como la anota Mazarine Pingeot, la hija de Mitterrand, desde otra perspectiva, “el libro de una generación: la de los hijos de los hijos de 1968”.

Al terminar esta historia, marcada por la política, rescatemos nuevamente lo que el propio Borges respondía al requerírsele una entrevista sobre la situación política en su país. Respondió: “De política, nada conozco. En mi vida privilegié la ética”. ¿Será inexorablemente así? (O)