En este pequeño país con nombre de línea imaginaria, uno puede morirse de todo menos de aburrimiento. Cada tanto nuestra clase política pone a prueba la capacidad de asombro o de vergüenza de la ciudadanía. Los escándalos de corrupción son pan de todos los días y las cifras, cada vez más altas. El común de los mortales se mueve entre el hastío y la impotencia al constatar que en todos los ámbitos, y tanto en lo público como en lo privado, el echar mano a dineros ajenos es una constante.

Este escenario es, por supuesto, el caldo de cultivo ideal para que periódicamente aparezca un líder mesiánico que nos ofrezca la solución a todos los problemas sociales, mediante fórmulas mágicas y discursos más cercanos a lo religioso que a lo político. Cuando el elegido logra hacerse del poder, constatamos que en materia de corrupción, no va a la zaga de los políticos tradicionales, si no que les supera con creces. Es entonces cuando salimos a las calles para protestar, deponer al gobierno y pedir a gritos que venga otro mesías de remplazo. No nos gustan los gobiernos serios y estructurales, son aburridos; nos gusta el man que baile y cante, el que haga bromas de tarima, el que proponga un autoritarismo que vaya acorde con la vulneración de derechos, tan preciada en amplios segmentos sociales. Por ello en la agenda política, sea de izquierdas o de derechas, la seguridad ciudadana es el tema omnipresente e infaltable.

Ya bastante de lo descrito tuvimos con la Revolución Ciudadana en la que la negación de derechos, el autoritarismo y la corrupción se enseñorearon en este pobre y sufrido país. La implementación de un esquema de vigilancia, control y persecución orwelliano, en el que se pretendía callar a toda voz disidente, nos mostró fases de represión que nos parecían impensables en el Ecuador hasta entonces. El sorpresivo viraje de Moreno y la deriva que ha tomado este gobierno nos mostró una luz al final de un oscuro y largo túnel, la cual se amplió e hizo más intensa con la decisión de cambio expresada por la ciudadanía en las urnas, en febrero de 2018. Julio César Trujillo, con su respetabilidad y honradez, dirigió un proceso de reestructuración nacional que con resultados dispares generó una nueva institucionalidad, claramente mejor que la anterior y, sobre todo, sin el enorme grado de dependencia que acusaban los órganos de control y justicia en el correísmo.

Es en este escenario cuando asume un nuevo Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, en adelante CPCCS, compuesto por varios personajes, que parecen haberse fugado de un libro de chistes de mal gusto. Su nuevo presidente, un cura proscrito por su propia congregación, no puede ser más pintoresco. Sus aires de líder político, bastante graciosos para alguien que apenas hace unos cuantos meses no era conocido ni en su parroquia, nos muestran una personalidad que va de lo esquizoide a lo bufonesco. Es una especie de niño grande, sin miedo alguno al ridículo. El día miércoles 10 de julio convocó a una sesión del Consejo, en la que entre otros temas, se trató la conformación de una comisión encargada de revisar el proceso de selección de jueces de la Corte Constitucional, en franco desacato del Dictamen emitido hace algunos meses por la misma corte, en la que expresamente se señala la improcedencia de la autotutela o revisión de oficio de lo hecho por el CPCCS transitorio. Los discursos de los consejeros de mayoría, claramente marcados por esa prepotencia parroquiana, de aquel que por primera vez ostenta veinte centavos de poder y lo quiere mostrar a los demás, tuvieron como denominador común el absoluto desprecio por toda forma de juridicidad. El haber sido elegidos en las urnas, para estas cabecitas precarias y simples, constituye una especie de patente de corso que les permite hacer cualquier cosa fuera de la Constitución y la ley. Su argumento radica en que si Trujillo y los demás miembros del transitorio excedieron los límites de la legalidad, ellos como producto de un ejercicio de democracia directa, pueden hacer lo mismo y más. El que los transitorios contaban con un mandato ciudadano que les permitía jugar por fuera de la raya y que los actuales no tienen, es para los consejeros de mayoría totalmente irrelevante.

Si en el segmento correísta del CPCCS el conocimiento falta, la voluntad sobra. Saben claramente lo que quieren lograr, aunque no tienen mucha idea de cómo hacerlo. La genial idea de la comisión que revise la selección de jueces constitucionales les costó carísima, al otro día amanecieron con cinco denuncias penales por desacato y varios pedidos de medidas cautelares, que les pone al borde una destitución decidida por cualquiera de los jueces que conocieron dichas medidas, en caso de insistir en una idea tan osada como tonta. En fin, es lo que hay. (O)

Los discursos de los consejeros de mayoría, claramente marcados por esa prepotencia parroquiana, de aquel que por primera vez ostenta veinte centavos de poder y lo quiere mostrar a los demás, tuvieron como denominador común el absoluto desprecio por toda forma de juridicidad.