“Hay algo más terrible y maravilloso que ser devorado por un dragón; es ser un dragón. Hay algo más extraño que ser un dragón: ser un hombre.”

La cita es de un poema de Chesterton, que a su vez hallé en un artículo de Borges sobre el autor en la mítica revista Sur. Un breve intento de resumen histórico: se dice, siguiendo a Vattimo (“il pensiero debole”), que vivimos en el mundo posmoderno. Siendo lo moderno el periodo del optimismo, la razón lo puede todo, no hay misterio que se le escape, todo progreso es bueno, la explosión de las ciencias, el intento por descifrar el alma a través de la psicología, y el lamentable final con bombas y guerras, el nazismo, el comunismo. Y caemos en el mundo líquido (Bauman), donde no hay ese irracional optimismo (la pintura de Goya: “La razón engendra monstruos”) sino duda, escepticismo. En el mundo posmoderno se busca alguna certeza (¿quién soy, qué soy, cómo soy feliz?), teniendo como lamentable principio el que no existe certeza alguna, autofagocitación, círculo vicioso, escupir para arriba. Se duda de la autoridad, de los sentidos, de las noticias, de las intenciones, y en definitiva, que es lo más grave, en las nuevas generaciones esa duda existencial y gnoseológica se ha vuelto ignorancia atrevida y, sobre todo, quemeimportismo.

Dicho lo cual, uno ligeramente resignado ingresa a las redes sociales (de manera más patente en Twitter) y ve sorpresivamente una cantidad de adjetivos “eclipsadores”, entre ellos: machista, xenófobo, etnicista, ¿católico, ateo?, ¿madridista?, homofóbico, rubio, nacionalista, despeinado, flaco, es decir, de todo tipo. Digo sorpresivamente porque uno piensa: ¿no vivíamos, acaso, en el mundo de las dudas? ¿Cómo es posible que a una persona la califiquen de manera tan tajante y descarnada con los adjetivos ya aludidos? ¿De dónde tanta “certeza” para encuadrar a una persona?

Pero no, no es que estemos volviendo a ser modernos, es el mismo posmodernismo bajo la forma de la ignorancia, la vagancia y el atrevimiento. Son, sin lugar a duda, prejuicios (ideas preconcebidas, suposiciones). Etiquetar a una persona es síntoma de vagancia, de querer reducir el inasible misterio que es cada uno a un par de palabras. Más fácil es etiquetar a una persona que escucharla, y no solo eso, de procurar entenderla. Es evidente que la ignorancia, la educación sesgada y plagada de mitos, la vagancia posmoderna engendra personas simples (en el mal sentido de la palabra), rocas, dogmáticos que lo ignoran. Sin embargo, desdice más de una persona el acto de calificar (o reducir), ya que nunca sabremos si el otro efectivamente es solo una proyección de un adjetivo. El que califica a una persona, en cambio, se revela como el vago, el intolerante, y lo triste es que junto a esos adjetivos que dice con vano orgullo, esgrime también palabras de las que no es digno y no entiende en su radicalidad: libertad, diálogo, tolerancia.

No por nada se dice que el que tengamos dos orejas y una sola boca sea precisamente una muestra de que debamos escuchar más y hablar menos. Quizá sería más fácil si fuéramos dragones, pero “ya no estamos para cuentos”, dirían los modernos. (O)