A veces fantaseo, suelo imaginar un encuentro con Don Quijote, me asombra su modo de hablar. Tal vez extraño insultos contundentes como raspamonedas, tragavirotes, zurumbático, trapisondista, malquisto o conjugaciones arcaicas como “plazerme ya mucho que lo sopiesedes que ay muchas dubdas et muchos periglos”. El latín se encontraba ya mezclado con otras voces. Leer Don Quijote en el texto original es un placer casi sensual. Se decía connusco y convusco directamente desde el latín nobiscum y vobiscum.

Hacía falta que un apasionado de la semántica llamado Ricardo Ortiz San Martín, distinguido nefrólogo, tuviese la audacia de bucear en los vericuetos del idioma, sin asustarse por lo que ahora oímos en calles guayaquileñas: “A esta man le voy a ajustar las clavijas, le cantaré la plena” o “Alza que te pica el pavo”. Hay coloquialismos muy antiguos, palabras que nacen cualquier día, sobre todo cuando aparece la cibernética. Desde la selfie (autofoto) hasta el WhatsApp que más bien me parece un saludo: “Hello boy, what’s up with you?”, ahora se oye por todo lado a tal punto que me pregunto si soy normal al mostrarme impermeable frente al bluetooth o al chat, pues para mí el chat sigue siendo en francés el nombre del gato, así como el ratón se convirtió en mouse muchas décadas después de que apareciera Mickey Mouse. Necesitó muchos años aquel muy culto galeno para aventurarse en la jungla de jergas, proverbios, latinismos y un gran etcétera. Me parece pintoresco eso de “andar chorreado por la calle de la amargura” y sería difícil entender en otro idioma eso de “ni chicha ni limonada”. Lo de “calzón flojo” suena muy gráfico, así como “culo cagado” define a un muchacho sin experiencia.

Entre los latinismos se le escapó a don Ricardo “pecunia non olet”, aunque Vespasiano, al tener en mano ciertos mugrosos dólares, habría aceptado que la plata sí tiene olores… no sé si de casco de vigilante, pollera de fritanguera, axila de muerte lenta. Ricardo se atreve a decir lo indecible: “Andar hecho un pedo”, pero no hay término tan hermosamente despreciativo como “ningunear”.

Y así vivimos, entre kikuyos y chuchumecos, vigilantes acostados, bagreros chupamedias rastacueros, billeteados, billusos, matuteros. No siempre se entienden frases como esta: “Su jermu no muerde que el man se ve con una pelada pizpireta en su jabeque”.

Los automóviles también se vuelven anecdóticos, desgranan versículos bíblicos o declaraciones eróticas: “De mí te olvidarás, pero de lo que hicimos jamás”, “Feliz Adán que no tuvo suegra”, y aunque el poeta Jorge Torres Castillo lo vea como una lamentable superstición, muchos carros llevan como discutible ascendencia: “Regalo de Dios”. Bueno fuera que alguna divinidad pudiera obsequiarnos de pronto aunque sea un Suzuki Forsa o una motoneta.

Amo a Guayaquil porque le encuentro una personalidad exuberante, tiene ñeque, sortea peligros. El guayaquileño de pronto mete la pata, hace la grande, pero sabe que al final hay momentos en que cualquier nota es la plena. Al final, con la viveza criolla es la misma jeringa con distinto bitoque. (O)