Este es el título que dio el gran George Orwell a sus memorias de la guerra civil española en Cataluña. Un libro que todos aquellos con ínfulas revolucionarias deberían leer, pues describe cómo los comunistas reprimieron criminalmente a las otras tendencias de izquierda que defendían la república. Como siempre estoy robando buenas ideas, uso este nombre con resonancias poéticas para hablar sobre la situación en esa bella y culta región del noreste ibérico. Aparte del interés general, siento personal afinidad con ese país, puesto que tengo un nieto nacido en “la Barcelona”, como dice él. Hoy tiene nacionalidad española y viéndolo jugar en su inocencia, me pregunto sobre su futuro.

No podemos cerrar los ojos a la existencia de las naciones. Es más, son un fenómeno bueno, porque contribuyen a la diversidad humana al desarrollar culturas, lenguas, costumbres, que enriquecen el acervo de nuestra especie. Y la diversidad es prerrequisito del progreso y de la supervivencia. Sin embargo, el nacionalismo es un fenómeno perverso. Su intento es imponer por la fuerza los usos de una nación, en desmedro de otras entidades. En su versión extrema intenta la eliminación física o el extrañamiento de quienes no se ajustan a sus valores. Su envenenado mensaje ha causado centenares de millones de muertos.

Hay naciones incorporadas por distintos avatares a estados dominados por otras. ¿Una nación, que nunca decidió por manifestación mayoritaria de sus componentes pertenecer a tal o cual Estado, tiene derecho a buscar separarse de este? Sí, sin más. La fórmula más civilizada de convivencia de distintos grupos dentro de una unidad política es el federalismo. Países conocidos como modelos de repúblicas, Estados Unidos, Suiza, Reino Unido, Canadá, son federaciones. La piedra de toque que distingue una federación de un conglomerado de autonomías es la posibilidad de separarse de sus federados. España debería evolucionar hacia una forma auténticamente federal, que actualmente no tiene. Su constitución tendría que contemplar procesos de separación de una comunidad federada, mediante vías jurídicas, que garanticen que tal decisión se toma por voluntad claramente mayoritaria y que precautelen los derechos de las minorías que inevitablemente se crearían dentro del nuevo Estado.

La vía que optó el gobierno catalán para forzar su separación de España no es ajustada a derecho. Es más, el proceso aparece teñido de un nacionalismo excluyente y peligroso. La reacción del gobierno español fue lo peor que puede ser un acto político, inhábil o, si se me apura, torpe. No hubo, de lado y lado, mentes ponderadas y sagaces capaces de enfrentar la crisis. La Constitución de 1978 no está escrita en piedra y puede, y ahora se ve que debe, ser reformada, para dar paso a una organización más flexible y republicana. Algunos temen que este paso pueda conducir al desmembramiento de España. Ese riesgo existe, con o sin ley que lo permita, pero está en manos de las élites españolas y españolistas el generar un entorno de armonía, prosperidad y justicia que haga atractiva a las distintas comunidades la permanencia en esa unión. (O)