Al contrario de la repetida frase de Marx en El dieciocho de brumario, aquí primero fue la farsa y después la tragedia. Comenzó con la comedia de los pativideos y llegó, sin terminar aún, a la cámara oculta en el lugar más sensible de la toma de decisiones. El trayecto entre la payasada y el drama no fue fortuito ni provino de personajes de novela, con gafas oscuras, abrigos de cuellos levantados y sombreros embutidos hasta las cejas. Seguramente habrá habido uno que otro de ese estilo, pero serían los que hacían el trabajo sucio, los que no dejan huella de su paso por el mundo. Los otros, los creadores del sistema –porque eso es lo que hubo, un sistema– actuaron a cara descubierta, propagaron a los cuatro vientos su objetivo y dieron numerosas pistas de los medios que estaban empleando para conseguirlo.

Esos medios harían posible introducirse en la vida de los otros, para decirlo con título de película. Escuchas telefónicas, intercepción de correos electrónicos, grabación de conversaciones y reuniones, pasaron a convertirse en actividades corrientes de ministerios y secretarías. El aparataje se fue montando desde los inicios del Gobierno. En agosto del 2008, el entonces ministro de Justicia y Derechos Humanos y actual presidente del Consejo de la Judicatura, ponderaba las bondades del recién creado Plan Libertador. En ello le hacía coro el ministro de Gobierno y Policía que, dicho sea de paso, tardó ocho años en reconocer el engendro que había ayudado a montar. Ambos funcionarios destacaban el avance que se lograría en el combate a las actividades criminales con el monitoreo de todo el espectro electromagnético. Por ingenuidad o quizá con plena conciencia de lo que hacían, jamás se tomaron la molestia de definir lo que significarían actividades criminales. Ahí podría entrar cualquier cosa, especialmente la política, como en efecto sucedió.

El tema de fondo no eran los medios. Al fin y al cabo, todo gobierno y todo sistema de justicia deben tener instrumentos para recabar información. El problema, que ahora aparece en casi toda su dimensión, era el objetivo que perseguía el Gobierno con la instalación de ese sistema. Esa meta era la instauración de un modelo de control político que no tuviera fisuras y que redujera al mínimo el espacio de la oposición. La calificación de las actividades políticas como hechos delincuenciales era parte de esa visión, como se puede comprobar con los informes de inteligencia que se han difundido en los últimos días. Una simple reunión era un acto delictivo que debía ser cuidadosamente registrado, mucho más si en el lugar en que se realizaba había afiches de personajes sospechosas (¿o nos hemos olvidado de los diez de Luluncoto?).

Por experiencias previas, como la de los vladivideos en Perú, se sabe que esos controles sirven no solamente para vigilar las actividades políticas, siempre consideradas como subversivas, sino también para tapar los actos de corrupción y para utilizar la información como chantaje. La particularidad en este caso es que Montesinos y Fujimori eran una sola persona. (O)