Encuentro fascinante el papel que juega la ciudad como contenedor de la memoria colectiva de la comunidad que la habita. En ella se manifiestan grandes paradigmas relacionados con la memoria y con la identidad. La ciudad se convierte en un importante canal y filtro, que nos define quiénes somos tanto como individuos como comunidad.

Es en la ciudad donde se dan de manera evidente las relaciones entre memoria e identidad. ¿Somos lo que recordamos? Hay quienes afirman que aquella premisa debe ser reformulada. Quizás nuestra identidad esté más relacionada con lo que olvidamos. Es probable que el reflejo de lo que somos se sustente más en lo que optamos por olvidar; en ocasiones, de manera voluntaria. Estas premisas tienen un peso y relevancia especiales, en el caso de nuestras ciudades, considerando la importancia que tendemos a darle como país a lo que fuimos –o hemos sido– para definirnos en el presente.

Bajo lo anteriormente planteado, puede haber ciudades cuya identidad se basa en la memoria y otras que sustentan su forma de ser en lo que han olvidado, en su amnesia. Curiosamente, vivimos en un país que mantiene aún una estructura dual, que se apoya en dos ciudades. Una de ellas, con uno de los centros históricos más grandes de la región. En contraparte, la otra ciudad ha sobrevivido de manera heroica a seis incendios, que han arrasado con su memoria construida.

Es fácil comenzar con el análisis de la “ciudad-amnesia”. En su particular historia, el fuego fue el trauma que indujo al olvido. Tal como ocurre en los individuos, las ciudades que padecen de amnesia se aferran de manera desesperada a los pocos recuerdos que lograron rescatar, al punto de exaltarlos de manera exagerada y –por ende– llegar a distorsionarlos. La falta de una identidad integral puede empujarnos a realizar maniobras extremas, como pretender definir de manera arbitraria lo que somos y lo que no somos. También puede suceder que neguemos nuestros aspectos negativos, mientras exageramos lo que creemos que son nuestras virtudes. Surge entonces la máscara como una identidad placebo. Un artificio cultural, usado para llenar vacíos.

No caigamos en el error de presumir que la “ciudad-memoria” la tiene más fácil. La memoria tiene su peso y su relevancia; sin embargo, no es estática. Con el pasar del tiempo, esta se distorsiona. De pronto, adquirimos consciencia de que no somos necesariamente lo que recordamos, sino lo que interpretamos de nuestros recuerdos. La memoria se convierte entonces en otro tipo de máscara llamada “tradición”, y el peso de esta suele generar conflictos en el momento de enfrentar nuevas e inesperadas circunstancias. La máscara de la tradición puede dificultar la resolución de problemas actuales y entorpecer nuestra adaptación a escenarios futuros.

Ciudad-memoria y ciudad-amnesia se miran mutuamente, e inicialmente no se encuentran. Se desconocen mutuamente. En primera instancia, son incapaces de leerse. Les toma tiempo comprender que la fortaleza de su unión radica en sus contrastes y no en sus similitudes.

(O)