La intervención del Estado en la cultura va más allá de sus competencias, que son esencialmente seguridad y justicia. Pero en la actualidad casi no hay Estado que no participe de manera más o menos fuerte en los campos de la educación y de la salud. Quienes defienden esta expansión arguyen que es necesaria porque mantiene la igualdad esencial de los seres humanos equiparando sus oportunidades, tesis rebatible pero aceptable como transacción. De proveedor de educación el ente político devino en dispensador de cultura, asumiendo que esa es una manera de educar a los pueblos, ayudándolos a acceder a los mejores frutos del espíritu humano. Pero siempre esos “mejores frutos” serán los que agraden o convengan a los gobiernos. Detrás de ese patrocinio siempre hay intereses políticos y no culturales, lo menos que se busca es publicitar a los gobernantes como cultos y tolerantes mecenas. Los resultados de estas políticas han ido de pobres a desastrosos.

El caso más notable de manipulación de la cultura se dio durante la Guerra Fría. Todos sabían que la Unión Soviética y los países comunistas tenían enjauladas a las artes y las letras en sus territorios, mientras que fuera manejaban hordas de intelectuales de izquierda dispuestos a cualquier cosa a pedido de Moscú... a cualquier cosa salvo irse a vivir tras la Cortina de Hierro. Menos conocido es que ante este esfuerzo los servicios secretos de las potencias occidentales reaccionaron promoviendo formas de arte que consideraban opuestas al credo comunista del realismo social. El paradigma de esta operación fue el encumbramiento del expresionismo abstracto como forma suprema de la plástica moderna. En esto hubo una plena colaboración con magnates, como Rockefeller y Luce, que supieron transformar su mecenazgo en un espléndido negocio, valorizando sus colecciones de este arte inflado con propaganda.

Esta irrupción, que hacía supuestamente tabla rasa de las convenciones anteriores, no significó una liberación del arte, todo lo contrario, conllevó el establecimiento de una dictadura de la desfiguración, con el aislamiento sistemático de los creadores figurativos. Sin conocer el origen mafioso de su postergación, sesenta artistas, entre los que estaban Edward Hooper y Raphael Soyer, publicaron un manifiesto protestando por su exclusión, sosteniendo que “un grupo de administradores de museos, galeristas y publicistas presentan ese arte como la única manifestación de la intuición artística” y que la “dogmática repetición de esa visión ha producido en todo el mundo del arte una atmósfera de irresponsabilidad, esnobismo e ignorancia”. Cuando años después, como puede leerse en el libro de Frances Stonor Saunders sobre el tema, se conoció esta conspiración, se alzaron voces que, aclarando bien que no querían censurar al expresionismo abstracto ni a sus lamentables secuelas que tanto degradaron al arte occidental, exigían como ciudadanos que los estados y las entidades públicas dejaran de usar el dinero de los impuestos en promover de forma sectaria y abusiva ese arte que “solo un círculo de iniciados es capaz de juzgar” con base en “teorías fijadas en una jerga ritual, incomprensible tanto para los artistas como para los legos”. (O)