En la gestión de las economías de mercado uno de los aspectos más controversiales ha sido el relativo a definir el nivel correcto de la intervención estatal. De la mayor o menor presencia del Estado ha dependido siempre la “performance” económica de las naciones. Los economistas liberales fueron partidarios del “dejar hacer, dejar pasar”, expresión casi imperativa, que trataba de mostrar que el abandono de reglamentación cualquiera era siempre beneficioso para la colectividad, en la tarea de optimizar su reproducción en sociedades motivadas por la búsqueda del beneficio.

De hecho, esa expresión se dirigía al Estado, tratando de inducirlo a solo un mínimo intervencionismo en los mercados: la concepción clásica y neoclásica, desde los tiempos de Smith (1776), Ricardo (1817) y esencialmente Walras y otros (último tercio del siglo XIX), iba de par con la concepción de que la economía capitalista sería un esquema casi perfecto, que estaría dotado de mecanismos automáticos de corrección de eventuales desequilibrios.

Nunca el caos: la sociedad capitalista, la del intercambio generalizado, garantizaba siempre que “toda oferta crea su propia demanda”. Claro, bajo una perspectiva de largo plazo: algún momento en el tiempo la producción encontraría su salida, sería finalmente comprada. Esta es la conocida Ley de Say, que rescatan los economistas liberales, aun bajo un supuesto extremo, precisamente el de su visión temporal.

Lo anterior, hasta John Maynard Keynes (1936), que agrupando esos enfoques en uno solo cambiaría la perspectiva al señalar que era la situación de desequilibrio la corriente y que la Ley de Say no se cumplía siempre, al menos en el corto plazo. Decía asimismo que “en el largo plazo todos estaremos muertos” y que el intervencionismo estatal en los mercados –que algunos creen que es una prédica de tipo socialista, nada más equivocado– se justificaba hasta que estos vuelvan a la normalidad. Para Keynes, simplificadamente, el equilibrio se daba en situación de subempleo, siendo el pleno empleo la excepción.

La política “intervencionista” de Keynes se justificaba ante rigideces y mal funcionamiento de los mercados, básicamente vacíos de demanda, ajustables vía inversión pública, hasta el regreso a mercados “normales”. Su enfoque agregado –e integrado– dio valor a la política económica. En los años 70, antes del primer shock petrolero, Paul Samuelson, Nobel de Economía 1970, diría que después de Keynes “no había nada más que aprender en economía” ¡Cuán equivocado estuvo entonces!

Schumpeter y Hayeck (primera mitad del siglo XX), que darán lugar a la posterior formación de la escuela “austriaca”, privilegiaron el papel del empresario, que sería el agente a cuyas decisiones se supedita el crecimiento. La innovación y las ganancias de productividad serían generadas por los empresarios, quienes efectivamente sabrían cómo lograr la mejor utilización de factores e invertir en mercados sin “interferencias”, sin aversión al riesgo ni demandas de asistencialismo estatal.

Esta escuela reencuentra la “mano invisible” de Smith y frente a cualquier regulación directa del Estado prefieren el “orden” espontáneo que generarían los mercados. Confían en la “regulación indirecta”, la libre empresa y la competencia, que daría paso al aprovechamiento de capacidades diferentes de los individuos y a las diferencias de ingreso de que de ello resultan. Su corrección, una vez más, debe provenir de la libre iniciativa, pues hacerlo por la vía de la regulación estatal da lugar a un intervencionismo cada vez más amplio.

Así planteada la controversia, la libertad en una acepción amplia (del tipo clásico o austriaco) se opone a la regulación que se asimilaría al intervencionismo estatal y al “constructivismo” que de esta deriva. Hay pruebas reales de lo último: es una tendencia marcada en las larguísimas noches “populistas”. Se vive en esos regímenes periodos de aranceles altos, devaluaciones forzadas; tasas de interés negativas, salvaguardias, subsidios, proteccionismo dirigido, limitada integración al mundo, gasto frenético, ausencia de un enfoque de prioridades económicas y sociales, corrupción, siempre con malos resultados.

El enfoque de la denominada Escuela de la Regulación (Robert Boyer, después de los 70) es asimismo interesante. Analiza el régimen de acumulación vigente en los países; los esquemas de transición hacia la modernidad; en fin, el marco institucional vigente, y sugiere opciones regulacionistas para la relación salarial; las formas de competencia; la gestión monetaria; la inserción al mercado internacional; y, los compromisos estatales.

Difícil hacer un mayor detalle de todas. Se debe insistir, sí, en que el mercado nunca funciona como lo sugieren los textos clásicos; tampoco el equilibrio óptimo “natural” es una noción real. De ahí, pues, la necesidad de la regulación estatal. Pero una regulación que respete los intereses de todos, que se aleje de extremos insostenibles, que priorice el crecimiento y una mejor repartición de sus frutos.

Esto no admite improvisaciones ni es compatible con el afán de “revolucionar los mercados” desde el Estado. Hay “simplemente” que vigilar el cumplimiento responsable de normativas claras, definidas a base del conocimiento de las estructuras nacionales y de la modernidad global y propiciar su cumplimiento, en un marco de prioridades objetivas, no demagógicas ni corporativistas. Esto es clave y es tarea de especialistas, no de gente improvisada.

Sobre este referente, la definición de un Programa Económico Global de Corto Plazo es una necesidad urgente en la coyuntura. Para empezar una recuperación que, claro, tomará tiempo. Al parecer la información no ha fluido –como se dijo– antes de pasar a la “mesa servida”. A lo mejor esto explica el retraso en definirlo.

Tarea inaplazable del nuevo gobierno, de la que depende el futuro. Se deberá sortear la crisis, retomar el crecimiento, definir reglas, pagar la deuda externa, la del IESS, las demás deudas internas, cubrir los desequilibrios comerciales, atraer inversiones extranjeras, abrirse al mundo, suscribir acuerdos comerciales, innovar en el marco de las cadenas de valor, acceder a nuevas tecnologías, reconvertir las industrias nacionales, generar empleo, dinamizar el agro, favorecer la equidad, impedir y sancionar la corrupción. Y, sobre todo, respetar las libertades. ¿Será posible, presidente Moreno? (O)

 

Hay la necesidad de la regulación estatal. Pero una regulación que respete los intereses de todos, que se aleje de extremos insostenibles, que priorice el crecimiento y una mejor repartición de sus frutos.