Regresión temporal necesaria. Es 1962. Estoy en la estación de ferrocarriles de la ciudad de Múnich, en Alemania Federal. Un largo viaje ha concluido. Tres semanas en barco desde Guayaquil hasta New Rochelle; a París y Múnich en tren. Mis maletas quedan en la estación y debo pasar al otro lado de una amplia vía que me separa con la vida de la ciudad. Miro a un lado y otro. No hay carros que vienen. Emprendo la carrera y llego sano, salvo y sonriente a donde quise ir. Un policía se me acerca, saca una libreta, estoy sancionado: dos marcos alemanes por no usar el espacio destinado para peatones. Ese momento empecé a aprender alemán y situarme en un mundo diferente. Me vino a la memoria “allá donde fueres haz lo que vieres”; por ósmosis una nueva cultura se impregnaba en mí; empecé a entender que existen límites y que las leyes se hicieron para ser observadas. Fue el curso más rápido y barato de comportamiento ciudadano.

Para entender al pueblo alemán era indispensable conocer su idioma. Me adentré en su estudio. Entender el bávaro, dialecto propio de Baviera, es imposible porque ni los mismos alemanes de otros estados lo hacen, pero querer a los bávaros es sencillo por su calidez, su sencillez, su don de gentes, su alegría; apegados a Francia, Suiza, Austria y cercanos a Italia han copiado algo de su espíritu alegre y bonachón, más latino que germano.

En Benediktbeuern, cerca de Kochel See, entendí el ir y venir de las cuatro estaciones. En octubre parecía hallarme en Quito, en enero en las nieves del Altar y Chimborazo, en abril en la serranía y en junio en nuestro litoral. Son experiencias que se adentran en la piel. ¿Quién podría olvidar una excursión en bicicleta, a pleno sol, desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche?

¿El bastón de mi padre? Baviera duerme al pie de los Alpes y tiene ríos, lagos, campiñas y cumbres maravillosas, tanto por su naturaleza como por el cuidado que la comunidad tiene de ella. Los pueblitos bávaros cercanos a las montañas tienen peculiares formas de organización. En uno de ellos encontré una tienda donde vendían artesanías de variada índole, maravillosamente trabajadas. Sombreros, ‘lederhosen’ y hermosos bastones. Cuando los vi pensé en mi padre y me dije ¡qué mejor regalo para mi viejo, un bastón! Me gustó uno en especial porque se adornaba con escudos de castillos de renombre como Neuschwanstein, Linderhof, Herrenchiemsee, Hohenschwangau, Nimphenburg y Marienburg, entre otros. Cuando abracé a mi padre, luego de tres años de ausencia, le entregué alborozado mi regalo, cuidadosamente escogido y conservado. Lo recibió, me abrazó y me dijo: ‘gracias mhijo’; él murió a los noventa y cinco años. ¡Jamás usó bastón, en consecuencia, tampoco el mío! Alardeaba que él no los necesitaba. Hoy lo uso para mis caminatas matutinas por las playas de La Milina; me sirve de apoyo, ostentación y seguridad. Es mi herencia. ¡Hermosas sorpresas y caprichos de la vida!

“Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo”, Benjamin Franklin. (O)