Al inicio de la monumental tetralogía operística de Richard Wagner, El anillo del nibelungo, se establece que el oro es inocente. Con el metal, el repulsivo enano Alberich, rey de los nibelungos, podrá forjar un anillo que le permitirá dominar el mundo, pero este uso maléfico surge de su corazón abyecto, no de la naturaleza de la dorada sustancia. Hermoso mito que nos revela una gran verdad, la inocencia intrínseca de las cosas. No hay cosas malas, solo malos usos de ellas. La aparición de un invento asusta siempre, muchos creen que los nuevos artilugios destruirán a la humanidad. Pasó con la imprenta, con la televisión, con las computadoras... jamás los arcaístas acertaron, los nuevos instrumentos contribuyeron en todas las ocasiones a mejorar la vida de todos. Por supuesto, nunca faltó quien hiciese una utilización criminal de tales innovaciones, pero en todos los casos fue algo marginal comparado con los beneficios, consecuencia del riesgo implícito en toda acción humana.

Las cosas no necesariamente son corpóreas, siempre existieron realidades virtuales, que con la modernidad y la electrónica cobraron enorme importancia. Lo virtual, los softwares y afines, tienen una calidad moral similar a la de cualquier artefacto de piedra, metal o madera, son inocentes. Un mismo programa puede servir para escribir una novela maravillosa o la sentencia torcida de un juez corrupto. En este campo surgen en las últimas décadas las redes sociales. Con analogía acertada se dice que son plazas virtuales, porque son espacios a los que concurre la gente para socializar: predicadores y activistas que hacen proselitismo, galanes y galanas buscando pareja, se mantienen conversiones edificantes, se desbarra, se hace ostentación de ignorancia o de erudición... cad’uno, cad’uno. No hay que esperar que estos ambientes sean mejores de lo que son los de la realidad social corpórea. En las redes he topado con muchas personas maravillosas, que comparten perlas de sus propias bahías o de otros mares; y con algunos crápulas, diestros en encontrar carroña. Así somos los de la pecadora estirpe de Adán.

Pero en estos lugares electrónicos hay algo que los tiranos y sus sátrapas no pueden soportar: libertad. Siempre habrá demasiada libertad para los inquisidores, censores y otras gentes con alma de tijera. Por eso todas las dictaduras controlan o intentan controlar las redes sociales. También están a favor del “control” envidiosos, los congénitamente inhabilitados para entenderse con las computadoras. El pretexto, como siempre, son los raros casos de utilización dolosa, entonces, en lugar de perseguir a los delincuentes clausuremos los espacios. No hay que encarcelar a pederastas y estafadores sino ¡prohibir el acceso a la Plaza Grande del ciberespacio! La Revolución Ciudadana, como dijo su vicepresidente, está aprendiendo del Partido Comunista Chino. Por eso, si el nuevo gobierno quiere dar una señal real de cambio, que vaya más allá de las recitaciones y pida el archivo inmediato del proyecto de ley que busca regular las redes sociales. Hay que impedir que los nibelungos forjen con inocente oro digital, el anillo con que el pretenden dominar el mundo. (O)