Para nadie es desconocido que en el año 2007 el Ecuador chapoteaba en un pantano. Si bien en términos económicos se sentían los primeros efectos positivos de la dolarización, no ocurría lo mismo en las condiciones sociales, políticas e institucionales. La inestabilidad de los años anteriores y dos décadas perdidas en las condiciones de vida, implantaron en la población un sentimiento de insatisfacción que solamente podía extirparse con un cambio profundo en todos los órdenes. Como diría el viejo lenguaje revolucionario, las condiciones objetivas estaban presentes y solamente faltaba que alguien se hiciera cargo de ejecutar la tarea. Así lo entendió un grupo variopinto, que tenía tanto de izquierda como de derecha, cuando montó un equipo de emergencia, escogió a un outsider como candidato y, siguiendo la tradición nacional, le dio el nombre de revolución a su propuesta.

Sin definir un orden de prioridades, la novelera tropa se lanzó de frente contra todo lo que oliera a orden establecido. Mediante un golpe disfrazado destituyeron a más de la mitad de los diputados y lograron instalar una Asamblea Constituyente dotada de plenos poderes. El producto fue una Constitución que disuelve los principios básicos del Estado de derecho, estatiza la participación ciudadana, debilita la separación y el control de poderes y condiciona el ejercicio de los derechos a la acción estatal. Ese fue el punto de partida del entramado legal que se fue armando en los siguientes diez años.

Era innegable que, para superar la situación anterior, se necesitaban reformas profundas, que se derivaran de un diagnóstico adecuado y que apuntaran a objetivos definidos con precisión. Lo peor que se podía hacer era proceder como un Adán que busca reconstruir un paraíso que solo existe en su imaginación. Y eso fue lo que hicieron. El resultado es el enredo jurídico e institucional más grande de la historia nacional. Desenredarlo es una necesidad ineludible si se quiere contar con un orden democrático, republicano y que pueda ser administrado por una persona que no tenga obligatoriamente las dotes de un caudillo iluminado. En otros términos, es necesario deshacer el terno elaborado a la medida.

En sentido contrario a lo avanzado en las décadas anteriores, bajo el pomposo nombre de gobiernos autónomos descentralizados se fomentó la dependencia del Ejecutivo y se los sometió al más denigrante clientelismo.

Los diagnósticos de aquel tiempo indicaban que las reformas debían concentrarse en cuatro ámbitos fundamentales. Primero: asegurar la separación y el equilibrio de poderes para evitar la pugna y promover la cooperación sin que uno de ellos predomine sobre los otros. Desde la Constitución se apuntó precisamente en sentido contrario, y las leyes posteriores afirmaron esa dirección. Segundo: revisar en su totalidad el sistema electoral, con el objetivo de garantizar la representación sin afectar a la gobernabilidad. Constitucionalmente se cambió muy poco en este campo, pero mediante leyes y reglamentos se profundizaron los problemas ya existentes. Ahora, cuando el encanto caudillista ha perdido fuerza se hace evidente que, como se les dijo en su momento, del engendro resultante solo se puede obtener desproporción, fragmentación e ingobernabilidad. Tercero, fortalecer los organismos de control y hacer efectivos los procedimientos de toma y rendición de cuentas. En su lugar, se limitaron las funciones de los primeros y se transformó en sainete a los segundos. Finalmente, profundizar el proceso de descentralización por medio de la mayor autonomía de las instancias municipales y provinciales. En sentido contrario a lo avanzado en las décadas anteriores, bajo el pomposo nombre de gobiernos autónomos descentralizados se fomentó la dependencia del Ejecutivo y se los sometió al más denigrante clientelismo.

No había mucho más que hacer. En la justicia se había hecho la reforma más profunda y técnicamente rigurosa después de haber sido arrasada con el golpe de la Pichicorte. A pesar de las resistencias iniciales de algunos constituyentes, cedieron a la tentación y metieron las manos en tres ocasiones. Primero, con la intervención en la Corte Suprema, después con la transformación camaleónica del Tribunal Constitucional y finalmente, la más explícita, con la consulta que convirtió al Consejo de la Judicatura en una instancia manejada a control remoto desde el Ejecutivo. En cuanto a derechos, apenas eran convenientes algunas precisiones, pero se optó por la retórica insustancial que más bien coarta libertades básicas en nombre de supuestos bienes colectivos. En síntesis, la herencia institucional del correísmo es una madeja inservible y muy difícil de desenredar.

(O)