Mal paga el diablo a sus devotos, dice el dicho que en estos días debe atormentar al presidente del Consejo Electoral. Desde su accidentado acceso al cargo hizo méritos para que el líder lo considerara como uno de los suyos y para que la oposición coincidiera con esa percepción. Sus antecesores habían marcado una norma de comportamiento que no dejaba dudas para nadie cuando transitaban fluidamente por las puertas giratorias que comunican con el Ejecutivo. Ya por su cuenta, la negativa a la consulta de los YASunidos y la agilidad en el procesamiento de las Ay Pame quedaron instaladas en la memoria colectiva como las pruebas más claras de ese alineamiento. Después de esos malos pasos, se volvía cuesta arriba cambiar la imagen. Por ello, cuando actuó como manda la ley y prescriben los procedimientos, en la elección del domingo pasado, encontró que había perdido la virtud básica de un árbitro, que es la confianza. Esos antecedentes y las dudas –sustentadas o no– sobre el conteo de votos configuran un mal inicio para la campaña de la segunda vuelta.

El mal inicio se alimentó también de la declaración del presidente de la República sobre la posibilidad de utilizar la muerte cruzada en caso de que triunfe el candidato de oposición. Con pocas palabras, dejó un mensaje tremendamente preocupante sobre la estabilidad del país. Aunque es de sobra conocido su escaso respeto a los procedimientos democráticos (recordemos los manteles, la metida de mano en la justicia, sus intervenciones en las campañas electorales), sorprende esta declaración porque en ella anuncia claramente la posición que adoptará después de dejar el cargo. Esta no será la del político demócrata que hace oposición leal, sino la del caudillo que tiene la inestabilidad y la incertidumbre como los factores básicos que le permitirán lograr sus objetivos. Su mejor aliado será el diluvio que –así lo anticipa– vendrá después de él. Entonces, no solo podrá sino que deberá regresar a salvar al país que estará naufragando. El mesías abandonará la tranquilidad del retiro y apresurará los tiempos para su retorno.

La historia nacional nos enseña que nada de nuevo tiene esa estrategia. La apuesta al fracaso de los oponentes que le han vencido en una batalla ha sido pan de cada día del caudillo de turno. Desde García Moreno hasta Velasco, todos actuaron de esa manera. Su momentáneo alejamiento de la Presidencia servía solamente para erosionar a quien la ocupaba. El más conspicuo en esas lides fue Eloy Alfaro, que después de vencer a los conservadores conspiró contra sus propios compañeros de ideología y de armas. Su presencia se transformó en el factor más negativo para la institucionalización del Estado liberal. Con excepción de Leonidas Plaza, que siempre durmió con un ojo abierto, los otros dos gobiernos de su propio partido cayeron por obra y gracia del caudillo. Sí, se dirá, pero eso fue hace más de un siglo, cuando ni siquiera se pensaba en la democracia. Así es, pero los caudillos son una especie que no evoluciona. (O)