La democracia sin adjetivos no pasa de ser un mecanismo para transferir el poder de manera pacífica. Puede servir para recuperar libertades individuales como también para perderlas. Recuerden que la dictadura de la “Revolución Ciudadana” se erigió desde las urnas. Ahora ha llegado al punto de quiebre habiendo perdido su principal y única fuente de legitimidad –una mayoría del electorado–.

Las elecciones no bastan para garantizar una sociedad de personas libres. Ojalá hayamos aprendido eso. En las dictaduras, las elecciones suelen servir para vender a nacionales inadvertidos y a los extranjeros la ficción de que en la jurisdicción en cuestión todavía rige alguna forma de democracia. Pero como explica Giovanni Sartori: “Para que el pueblo ‘tenga’ poder (en serio) la condición irrenunciable es que el pueblo impida cualquier poder ilimitado”. De lo contrario, sucede con la democracia lo que señalaba Bertrand de Jouvenel: “Mientras que proclama la soberanía del pueblo, la limita exclusivamente a la elección de los delegados, que son los que tienen el pleno ejercicio de la misma. Los miembros de la sociedad son ciudadanos un día y súbditos cuatro años”.

Lo realmente importante es que exista un Estado de Derecho, mediante el cual se prohíba cualquier poder ilimitado y cuyo principio rector sea el respeto a las libertades fundamentales de los individuos: su vida, su propiedad, su derecho a buscar su felicidad sin afectar estos mismos derechos de otros. Estos derechos son las piedras angulares de otros, característicos de sociedades abiertas, como la libertad de expresión, la libertad de asociación y de contratación, entre otras.

La democracia adolece de muchos defectos y virtudes. Hace décadas Anthony Downs demostró que la decisión de un elector poco o nada influye en el resultado final. Además, y sobre todo en sociedades con un débil o nulo Estado de Derecho, instintivamente cada elector percibe que su decisión poco influirá en el curso de la cosa pública. Los electores suelen tomar decisiones sesgadas a su conveniencia personal, lo cual no necesariamente deriva en resultados que le convienen a la sociedad en general. Kenneth Arrow, recientemente fallecido, demostró que la regla de la mayoría puede derivar en resultados insatisfactorios y arbitrarios.

Considerando estos defectos, lo lógico sería limitar la democracia con un Estado de Derecho que contenga el poder de quienes nos gobiernan. Eso nos hubiera protegido durante esta última década de los abusos que se han cometido en nombre de una supuesta soberanía del pueblo. Con estos límites a la democracia, fueran inconcebibles consultas populares como la de este último domingo, que atentan contra la propiedad privada de los individuos y su libertad para elegir qué hacer con el fruto bien habido de su trabajo. Además, tampoco hubiera sido posible que el Ejecutivo someta a las urnas la decisión de si debía o no violar la independencia del poder judicial.

En nombre de la democracia, se pueden perder las libertades de las personas o recuperarlas. Así como la democracia sirvió aquí para construir la dictadura, ahora tenemos la singular oportunidad de utilizarla para acabar con ella. Pero así como ocurrió en la primera vuelta, ese derecho a elegir quienes nos gobiernan es un derecho que requiere que estemos vigilantes y exijamos que se respete, como lo hicimos con éxito esta semana. (O)