“Su eminencia” era el tratamiento que se daba a los prelados de la Iglesia católica. Se los llamaba así porque se suponía que descollaban por sus méritos. En la Iglesia ecuatoriana hubo eclesiásticos que hicieron honor a esta convención. Pensemos en Cuero y Caicedo, y González Suárez. La segunda mitad del siglo XX vio una pléyade de verdaderas eminencias, cuya preparación y buen juicio determinaron que fueran voces respetadas, incluso más allá del campo eclesiástico. Ahí estaban Pablo Muñoz Vega, Leonidas Proaño, Juan Larrea Holguín, Antonio Arregui, Julio Terán Dutari, Mario Ruiz Navas, más algunos otros. Se los consultaba, se pedía su intervención en temas delicados, cumplían el mandato evangélico de ser sal de la tierra. Eran personas distintas, con acentos y dones distintos, porque esa es la maravillosa diversidad de la Iglesia que, aparte del escueto dogma, da amplia libertad de pensamiento y expresión a todos sus miembros.

Su voz era profética, porque así eran los profetas del Antiguo Testamento, hombres que intervenían en la vida pública. La Iglesia no debe participar en la política partidaria ni electoral, pero tiene el deber de actuar políticamente, interpelando a las autoridades, ayudándolas si fuere del caso o reprendiéndolas severamente, cuando están en cuestión temas éticos. ¿Acaso cuando los profetas increpaban a los reyes de Israel, estos respondían “no se metan en política”?

Ha muerto Alberto Luna Tobar, un astro de esa constelación de eminentes purpurados, hombre de grandes aciertos y de grandes pasiones, pero cuya valía humana no se discute. Este tránsito pone en evidencia que los notables eclesiásticos de los que hablamos han fallecido o están retirados y se extraña su presencia rectora. En horas muy graves para el país la cúpula católica parece optar por un perfil no combativo. Salvo una carta pastoral de generalidades bienintencionadas, no vemos una acción decidida en las grandes cuestiones que plantean estos días tan difíciles de la vida nacional. La corrupción debe ser combatida con energía radical, es pecado que clama al cielo porque significa disponer del pan de todos y sobre todo de los más pobres. Incomoda ver que devotos padres de familia divorciados no pueden acercarse a la comunión, eso quisiéramos ver con los corruptos, a los que debe estar restringido el acceso a los sacramentos mientras no repongan lo mal habido. Otro punto en el que no entiendo el silencio episcopal es la libertad de expresión. ¿Cómo esta entidad, una de cuyas obligaciones fundamentales es la proclamación de la palabra, no se involucra en la defensa del derecho a usar justamente de la palabra? Está muy bien que la Iglesia enfatice en la defensa del medio ambiente como obligación cristiana, pero seamos directos y concretos, hablemos del Yasuní. No es posible consignar aquí todos los temas en que la sociedad ecuatoriana y sobre todo la feligresía católica necesitan de la guía sabia de sus pastores, pero quede claro que la Iglesia no puede tener perfil bajo, está llamada a ser candelero que esparce la luz y no la oculta bajo el bulto de las consideraciones mundanas. (O)