Las actuales circunstancias de la vida ecuatoriana me han llevado a recordar un incidente ocurrido el 12 de octubre de 1936. A mediados de ese mismo año había comenzado la guerra civil española, con el alzamiento del general Franco. Para entonces el filósofo vasco Miguel de Unamuno era rector de la Universidad de Salamanca, él se pronunció a favor del golpe militar, por lo que el gobierno de la entonces República Española lo destituyó. Pero como el bando rebelde dominaba la ciudad, Franco lo restituyó inmediatamente. Transcurridos apenas tres meses, los crímenes y abusos de los golpistas habían desengañado totalmente a Unamuno, quien criticó severamente esos desbordes extremistas.

Mal visto ya por los militares, el rector concurrió a un acto de celebración del “día de la Raza” en el paraninfo de la universidad. Estaban allí muchos de los jerarcas rebeldes, empezando por la esposa de Franco. Intervino un catedrático que generalizando atacó a catalanes y vascos, a los que llamó “cánceres en el cuerpo de la nación”. También alabó al general José Millán-Astray, fundador del cuerpo de la Legión Española, mutilado de un ojo y una mano en una acción de guerra, quien se hallaba allí y que aprovechó cada frase del orador para corear consignas fascistas, entre ellas “¡viva la muerte! ¡Abajo la inteligencia!”. Fuera de programa Unamuno tomó la palabra y dijo sentirse herido porque él era vasco y como debía estarlo el obispo también allí presente, que era catalán.

Calificó el filósofo de necrófilos e insensatos a los gritos fascistas, y se refirió al general Millán-Astray que trataba de interrumpirlo: “No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes...” y advierte sobre el peligro de un inválido que carezca de la grandeza de espíritu de Cervantes. El militar aludido hizo amago de desenfundar su pistola, pero el pensador bilbaíno prosiguió sin inmutarse: “Este es el templo de la inteligencia... y vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”. Queda claro que una discapacidad, cualquiera sea su origen, no confiere superioridad a nadie. Quien la sufre merece tener ventajas que lo equiparen con los demás, pero de allí en adelante todo depende de su temple ético y está llamado a rendir cuentas en las mismas condiciones que cualquier persona. Una victoria electoral generalmente no es un triunfo de las ideas. En las campañas se seduce, lo que originalmente significa apartar del camino y es opuesto a conducir, que es “llevar con”, guiar. En las elecciones no se intenta convencer, que quiere decir “vencer con”, compartir la victoria y la razón de la victoria con el otro. Un descomunal aparato publicitario y el control de todos los controles constituye un perfecto equivalente moral de esa “sobrada fuerza bruta” de la que habló Unamuno hace ochenta años en Salamanca. (O)