La frase la acuñó Zygmunt Bauman, el genial ensayista polaco recién fallecido. Y sobre ese concepto construyó su legado filosófico basado en contraponer unos cambios de paradigmas donde los valores sólidos habían sido sustituidos por conceptos líquidos, cambiantes y relativos. Ha sido quizás con un tono pesimista en toda su obra, uno de los mejores retratistas del mundo que nos toca vivir. Un tiempo de profundas transformaciones donde la frontera entre la realidad y la mentira, la claridad y la oscuridad... lo sólido de lo líquido parecen cada vez más imperceptibles. Tiempos de turbulencias y de cambios. Agonía de algo que ya fue, con uno donde la funcionalidad del edificio social es puesto en entredicho de manera constante. De populistas burgueses, de fascistas de izquierda... de comunistas capitalistas. De Putin ayudando a Trump a llegar a ser presidente de Estados Unidos y en donde el futuro presidente de la nación más poderosa del mundo se entrevera en peleas callejeras de matón de hojalata contra quien se le ponga enfrente vía Twitter. Finalmente, émulo de gobernantes de opereta, como los tenemos a montones en este territorio que se creía había inventado el realismo fantástico y en el que la frontera de la ficción y de la realidad nunca se sabía sólida.

 

Bauman había vivido los estertores de un sistema que llenó de sangre y luto su tiempo. Había vivido más de 90 años muy activos para testificar lo que ya fue y observar atónito lo que se venía. Polaco y judío de nacimiento, perseguido por los nazis se refugia en Moscú del que huye primero a Israel y luego a Leeds en Inglaterra, en cuya universidad desarrolla su vasta obra. Lo conocí en un texto que recreaba la historia del posadero Procusto, donde insistía en la urgencia de convertirnos en exégetas abandonando la posición de legisladores. Hurgadores en claves para entender por qué ese mundo de previsibilidad, rigor y seriedad había sido sustituido por la angustia, relativismo y actitudes payasescas. Nos pidió más humildad y tolerancia, aunque concluía con un cierto dejo de pesimismo que el mundo había cambiado tan profundamente que no sabía ni estaba seguro que fuera para bien. Le angustiaba la angustia como le interpelaba un futuro sin referencias ciertas en casi nada de lo que había conocido. Temía Bauman que nos fuera muy mal en esta navegación de aguas procelosas en las que por razones económicas y sociales el mundo se había embarcado. Intentaba asirse de los valores sólidos de la educación, la familia, el Estado o las normas, pero en todas ellas no encontraba las claves que pudiera hacernos entender el destino de unas aguas desbordadas que habían arrasado con todo lo conocido. Nos explicó más que nadie y mucho antes que cualquiera el mundo que nos toca vivir hoy pero nos dejó la lección de buscar las salidas más apropiadas.

Bauman, con su mirada perdida en varias de las entrevistas que concedió en los últimos años, siempre recurría una y otra vez a encender su pipa en el austero hogar donde acabó sus días. Un mundo de desiguales, mentirosos, avariciosos y llenos de egoísmo fue el trasfondo de su riquísima obra ampliamente traducida al español. Nos deja un hombre que vivió mucho para contarnos cómo el mundo se transformó de sólido a líquido al punto de confundir y cegar incluso a quienes creían ser los únicos ganadores en este cambio de era. (O)