Seguramente hemos pasado por la misma experiencia. Al contarle un cuento a un niño, si alteramos en algo la historia –que son ocho en vez de siete los enanitos que rodean a Blancanieves, o que Caperucita lleva una capa azul– la reacción será inmediata: hemos cambiado el cuento y tenemos que corregirlo. Es decir, los niños ya conocen la historia. Por lo tanto, lo que quieren es volverla a escuchar. En esta paradoja, la de contar lo que se sabe como si no se supiera, está el núcleo del cuento Historia de tu vida del escritor Ted Chiang, sobre la que se basa la reciente película Arrival (La llegada). Lo dice la narradora del cuento cuando habla con su hija:

—Bueno, si ya conoces el cuento, ¿para qué quieres que te lo lea?

—¡Porque quiero escucharlo!

En este sentido, quizá anticipar el final de la historia (la de la película o la del cuento) no sea un sabotaje al lector, sino más bien hacerle honor a lo que se quiere contar. Pero por el momento no diré el final. Más bien contaré otra anécdota.

Una de las pruebas de fuego a las que expongo a mis alumnos de escritura narrativa es revelarles, de entrada, que en la novela de Tolstói, Ana Karenina, la protagonista muere al final. A veces corre un rumor de decepción cuando lo escuchan. Cuando el rumor es mínimo o nadie reacciona, intuyo que me encuentro ante jóvenes escritores dispuestos a desentrañar y aplicar los mecanismos temporales de la narrativa.

Dicho de otra manera: ¿por qué a veces, siendo adultos, volvemos a leer una novela que ya hemos leído?

Cuando la volvemos a leer, lo hacemos no solamente porque hemos olvidado parte de la historia, que ineludiblemente es así, sino porque sabemos que se nos han escapado detalles o porque queremos volver a vivir la sensación que tuvimos al leerla. La sensación, por supuesto, no será nunca la misma. En muchos casos, si no en la mayoría, nos decepcionamos. No encontramos lo que habíamos sentido. Pero cuando lo encontramos, palpamos una convicción: se trata, para nosotros, de una obra maestra. Porque no solo que volveremos a encontrar lo que sentimos, sino porque descubrimos nuevos detalles en los que no habíamos caído en cuenta aunque sepamos el final o lo recordemos borrosamente.

En el arte narrativo uno de sus fundamentos básicos es el manejo del tiempo. Ya no se trata solo del tema, de la psicología del personaje, o de la intriga, que se encarga de armonizar en una constelación infinidad de detalles, sino de la más compleja sensación de que el tiempo se ordena con sentido.

Hago este largo rodeo para recomendarles la película Arrival, dirigida por Denis Villeneuve. Probablemente se trata de una de las mejores películas de ciencia ficción que he visto recientemente. Tuvieron que pasar dieciocho años (ya que hablamos de tiempo) para que el cuento magistral de Chiang fuera llevado al cine por este talentoso director canadiense. Si alguna vez quisieron ver una película en la que el encuentro con civilizaciones extraterrestres muestre cómo podría ser un diálogo con ellos, esta es su película. Pero la película, como bien entendió el guionista, Eric Heisserer, no podía limitarse a copiar el cuento. Lo reescribe e introduce los códigos de impacto de Hollywood, un suspense elaborado aunque sin llegar a los combates interminables y apocalípticos que, por ejemplo, la desgastada saga de Star Wars está reproduciendo en desmedro de la ficción original.

Gracias a ese desorden podemos acercarnos a comprender el complejo razonamiento que sugiere Chiang: el lenguaje escrito secuencial tiene que quebrarse necesariamente para comprender la intensidad de cada momento. Y para vivirlo, digamos, mejor.

Pero quizá el mayor placer para quien le interese la película será leer el cuento de Chiang. Porque es un cuento donde plasma los problemas temporales del lenguaje y de la escritura. Eso explica que la protagonista, Louise Banks, sea una mujer especializada en lingüística que tiene que encargarse de descifrar el lenguaje de los extraterrestres. Chiang va más allá: la manera en la que Louise cuenta la historia es lo relevante, porque plasma el problema de comunicación con los extraterrestres. Ella se dirige a su hija y le cuenta cómo fue su nacimiento y parte de su vida. A lo largo del cuento saltamos a distintos momentos: cuando es una adolescente, cuando es una niña, cuando se gradúa. Todo en desorden. Pero en ese desorden narrativo, nada se nos escapa. Más bien es lo contrario. Gracias a ese desorden podemos acercarnos a comprender el complejo razonamiento que sugiere Chiang: el lenguaje escrito secuencial tiene que quebrarse necesariamente para comprender la intensidad de cada momento. Para comprenderlo y para vivirlo, digamos, mejor. Chiang busca lo que quizá busca todo escritor: desordenar el tiempo para acercarse lo más posible a un sentido simultáneo de las representaciones de la vida. El quiebre temporal de un relato es la manera imaginativa para escapar de la rigidez secuencial del lenguaje escrito. O como sugiere la historia finalmente: una idea diferente de escritura nos hace pensar de manera completamente distinta. Lo que llevaría de nuevo a la conclusión no fácilmente visible de que la forma altera el contenido, de que no son dos asuntos separados.

No es gratuito que Chiang cite a Borges, el maestro de las paradojas del tiempo. Cuando sabemos que el tiempo tiene un final provisional –como lo tendrán las mil palabras de este artículo– sabemos que debemos leer con máxima intensidad, que no se puede escapar ni una palabra no solo por lo que se dice, sino por la disposición en la que se colocaron. Historia de tu vida me recuerda, más bien, el final de Cien años de soledad, cuando el último de los Buendía descifra los pergaminos de Melquíades y descubre que está leyendo la historia de su familia, y que al terminarlo terminará también su historia, porque “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Por supuesto, no hay que tomarlo literalmente. La segunda oportunidad: volver a leer. Como les gusta a los niños, que ya saben el final.

Y aun así no les conté el final. Pero estuve a punto de hacerlo. (O)