Imagínese que la persona de peor carácter que usted conoce llega a la Presidencia y considera que constituye un verdadero peligro para su familia, para la nación y, si fuera estadounidense, para el mundo. ¿No le parece que tendría sentido limitar el poder del Ejecutivo y del Gobierno para reducir el espacio que esa persona tendría para hacer daño? Esto que solía ser una mera suposición es ahora una realidad para muchos en EE. UU. Donald Trump, el presidente electo, llegará a una Casa Blanca mucho más poderosa que la que contemplaron en su Constitución los padres fundadores.

Jeffrey Tucker, de la Foundation for Economic Education, recuerda cuando la Presidencia de EE. UU. tenía poderes tan limitados que incluso cuando llegaban personajes de talante autoritario, como Rutherford B. Hayes (1877-1881), poco daño lograban hacer. Pasaban desapercibidos y por eso casi nadie los recuerda. Sin embargo, ese periodo de presidencias con poder limitado a fines de los 1800 fue cuando EE. UU. se convirtió en una potencia mundial.

Luego de este saludable periodo de expansión y progreso de la economía estadounidense, vinieron varios presidentes que concentraron más poder y a quienes se les atribuye la creación de la “presidencia imperial”. Entre estos se encuentran Theodore Roosevelt (TR), Woodrow Wilson, Franklin Delano Roosevelt (FDR), Harry Truman y Lyndon B. Johnson. TR inició la tradición de gobernar a través de decretos ejecutivos: mientras que antes de su gobierno todos los presidentes sumados habían emitido 158 de estos, durante sus dos administraciones él emitió 1.006. Truman extendió los poderes del Ejecutivo para hacer guerra al igual que Johnson. FDR autorizó en 1942 la reclusión masiva de más de 110.000 americanos-japoneses inocentes en campos de concentración mediante el famoso Decreto Ejecutivo 9066.

Afortunadamente, el sistema diseñado por James Madison, Thomas Jefferson, Alexander Hamilton, John Adams, por solo mencionar a algunos de los padres fundadores, ha demostrado ser resistente a distintos personajes con sed de poder. A pesar de la expansión del Poder Ejecutivo a principios del siglo XX, la independencia de poderes sigue vigente en ese país y tanto la presión popular como el Poder Judicial han logrado en distintos momentos limitar al Ejecutivo.

La llegada de Trump a la Presidencia no fuera tan preocupante si George W. Bush y Barack Obama no hubiesen acumulado tanto poder en esa posición como lo han hecho. Mi colega Gene Healy, autor de El culto a la Presidencia (2006), señala que “ambos presidentes estiraron la Autorización para el Uso de Fuerza Militar de 2001 hasta convertirla en una delegación integral de los poderes de guerra del Congreso, poderes suficientemente amplios como para autorizar una guerra indefinida a escala global”. Healy agrega que la “miopía partidista” no permitió a muchos ver los peligros de concentrar ese calibre de poder en la Presidencia, mientras quien ocupaba el sillón en la Casa Blanca era de su partido.

Ojalá la Presidencia de EE. UU. demuestre, una vez más, ser a prueba de potenciales tiranos. Para que aplique este análisis al Ecuador, considere que el poder concentrado en Carondelet es muchísimo mayor (dentro de su país) que aquel que tiene la Presidencia de EE. UU., ya que aquí prácticamente no existe la separación de poderes. (O)