Casi una década duró mi andadura de librero. Previamente, por varios lustros gané, en duras circunstancias, el pan y la dignidad como editor. Soy escritor por vocación y no me quitará esta condición el negarme a ser inscrito como tal en algún registro. Pero sobre todo soy lector, ávido, goloso, desordenado, tenaz, sacrificado y pseudopolíglota. En realidad soy un bibliófilo, un amante de los libros por sí mismos, incluso más allá de sus contenidos. Y no me asusta admitir que soy un bibliómano, patológico, obsesionado, adicto. Cuando me pregunten de dónde vengo y responda “de la cantina”, sepan que me refiero a esos antros denominados librerías. Entonces, con una vida que ha girado en torno a los libros creo que puedo opinar sobre estos amados objetos, a pesar de ser sistemáticamente excluido de los cenáculos que de manera institucional, legal u oficial se dedican a defender al libro.
No son tiempos buenos para el libro impreso en papel. El salto a los formatos electrónicos o digitales ha sido incierto, confuso y está lejos de haberse consumado. La muerte del volumen de papel no ha llegado aún y nadie puede profetizar si llegará algún día. Mientras tanto, sí ha servido de pretexto para que millones de personas que compraban libros por compromiso o fingimiento, hayan dejado de hacerlo, escudándose en el pretexto de que ahora lo tienen en la memoria de algún ciberartilugio que tampoco abrirán nunca. Por otra parte, el libro de consulta perdió sentido ante la avalancha informativa de internet. Estos y otros factores han formado una crisis que ha forzado al cierre de miles de pequeñas librerías, pero también a la quiebra de grandes cadenas. Algo similar ha ocurrido en la actividad editorial. ¿Qué se puede hacer al respecto?
El libro es una mercadería y como tal sometido a las inflexibles leyes económicas. Genera un comercio y una industria de los que viven miles de personas. Como en toda actividad económica, la intervención estatal, es decir del poder, en cualquier dirección, es catastrófica. Las campañas masivas de promoción de la lectura se han demostrado ineficaces, salvo para enriquecer a algunos vivos. En cambio, de lo visto, la inclusión de la lectura de libros como componente estructural de la educación básica y media, produce aceptables resultados. Esta etapa es la única en que se puede ejercer ese mínimo de presión necesario para que los jóvenes puedan adquirir algún hábito de lectura. Además en esta circunstancia sí tiene sentido cualquier apoyo o subsidio al libro. Sin embargo, esta obligación escolar, debe ejercerse dejando libertad al estudiante a escoger entre múltiples opciones; no debe ser la literatura la única alternativa, ni imponerse autores. Los excesivos apremios pueden echar a perder este esfuerzo. Y, a nivel de toda la sociedad, hay que establecer un ambiente en el que quienes generan el hecho libro puedan crear y producir en paz y libertad, no porque esto vaya a producir una mágica multiplicación de los lectores, sino porque es un derecho que asiste a todas las actividades humanas. (O)