Hace cincuenta años empezó lo que entonces se consideró una aventura arriesgada. Ofrecer educación para personas con discapacidad intelectual parecía una innovación atrevida a la que no muchos apostaban.

Sin embargo, se empezó con empeño, los primeros beneficiarios fueron seis. Fue necesario trabajar no solo con ellos, sino con sus familias y con la sociedad misma. No fue fácil que se entendiera por qué no se podía trabajar con muchos alumnos en cada aula y por qué el proceso tenía un costo mayor que el de las escuelas públicas. Pero allí estaban, partiendo desde la educación inicial para llegar a sexto de primaria, lo que ahora sería séptimo año de educación básica.

Las instalaciones eran pequeñas, en una villa sencilla adaptada para que se volviera funcional. Cada alumno que llegaba era un motivo de alegría y cada madre o cada padre que entendía que no podía renunciar a educar a su hijo se consideraba una victoria.

Allí se había entendido el verdadero sentido de la educación. Se trata del desarrollo armónico de todas las posibilidades de todos y cada uno de los seres humanos, de tal manera que cada cual se ubique en la sociedad con su especificidad. Por eso, pronto se pensó en la inclusión en el mundo del trabajo y nació el Centro de Entrenamiento Vocacional, donde los niños y jóvenes que allí se educan aprenden a trabajar básicamente en tres tipos de talleres: de empaque, de imprenta y de costura. Con empeño se difundió esta nueva iniciativa y se empezó a conseguir contratos y convenios para ofrecer servicios. Al mismo tiempo se buscaba colocar a los egresados en sitios donde pudieran desarrollar su capacidad de trabajo, de responsabilidad y de relación con los demás, sentirse orgullosos de contribuir a su propia manutención y, a veces, a la de la familia.

Pero estas realizaciones no son producto de un acto de magia, son el resultado de un trabajo especializado, que requiere mucho estudio y capacitación continua, por eso se sintió la necesidad de formar profesionales en educación inclusiva y de compartir lo aprendido, y la biblioteca, siempre al día. Se ofrecieron muchos cursos, con los que capacitaron a 58.333 docentes.

Año tras año aumentaba la demanda, conseguir becas para los estudiantes fue una tarea adicional y básica. Más de una vez llegó la preocupación por la necesidad de cubrir un presupuesto, que se estiraba y estiraba, y entonces surgieron nuevas ideas, de las responsables de la institución y de las amigas de esta, y se pensó en la autogestión, desde entonces producen agendas, semanarios de cocina, el Diario del bebé, artículos didácticos de madera, juegos infantiles, tarjetas y papeles navideños y, por supuesto, los servicios de sus talleres.

Estoy hablando de Fasinarm, institución que nació hace cincuenta años del sueño, la capacidad y la tenacidad de Marcia Gilbert y, también, de su facilidad para formar y trabajar en equipo. Pronto se sumaron muchas personas, entre las cuales merecen especial mención Gilda Macías, Isabel Guarderas y Alegría Barrezueta. Ellas y todos los que se unieron a la tarea merecen una profunda gratitud, no solo por haber entregado a la sociedad personas especiales listas para integrarse, sino por habernos enseñado que el entusiasmo, la alegría, el buen humor y la amabilidad son indispensables en las tareas que requieren profesionalismo, responsabilidad, entrega y humildad suficiente para vivir como si no se dieran cuenta de lo que les debemos. (O)