“Ustedes, los ecuatorianos, tienen un gran problema: su narcisismo”. Coincido con el diagnóstico de mi estimada colega extranjera acerca de nosotros, “el pueblo más amable y hospitalario del mundo”. El narcisismo remite a un momento infantil del desarrollo de todos los seres hablantes, en el que se constituye nuestro yo por identificación con la imagen del espejo. De ese momento fundante, todos conservamos un resto de narcisismo que normalmente se expresa –entre otras manifestaciones– por la demanda de amor y reconocimiento que nuestro yo dirige a los demás. A veces, el narcisismo residual genera conflictos en las relaciones del sujeto con sus semejantes, o se convierte en un problema clínico que demanda atención profesional, como en las psicosis. O se manifiesta como una peculiaridad que caracteriza a una sociedad: el narcisismo de los ecuatorianos, el que demanda tributo “por nuestra bonita cara”.

¿En qué consiste nuestro narcisismo nacional? Habitualmente solapado de falsa modestia, el narcisismo ecuatoriano es aquella sobrestimación de nosotros mismos, que no soporta la crítica ni la opinión diferente, porque la consideramos como una ofensa grave a nuestro honor, dignidad e inteligencia. Es decir, los ecuatorianos somos “muy susceptibles y resentidos”, y consideramos cualquier comentario adverso como una agresión, ante la cual nos “defendemos”, “respondemos” o cortamos la relación. Ello inhibe el debate en cualquier campo, empezando por el terreno político, donde a partir de la verificación de las diferencias, se pasa rápidamente de la emisión de palabras al intercambio de insultos y a las agresiones físicas, inclusive.

En el campo académico, el narcisismo ecuatoriano inhibe el acto y la producción. La intelectualidad ecuatoriana, en cualquier disciplina o filiación política, apoya su narcisismo en la demanda de reconocimiento de su inteligencia: somos extremadamente sensibles a la crítica de nuestras ideas. Ello atrofia el pensamiento crítico y convierte a muchas “mesas redondas” locales en teatrales intercambios de piropos entre personas que podrían producir más. Igual cosa ocurre en el campo de las artes, y no digamos en nuestra vida familiar y doméstica: el narcisismo implica la expectativa de “honores y atenciones” a nuestra bondad o calidad de maridos, esposas, padres, madres u otros, que cuando no se reciben, causan resentimientos larvados, en especial con los parientes políticos. El narcisismo de los conductores en el tráfico produce muchas peleas callejeras y accidentes tontos, evitables y en algunos casos fatales.

Desde nuestra infancia, aprendemos el discurso del narcisismo a la ecuatoriana. Hace más de medio siglo, el primer día del primer grado nos enseñaron que el himno nacional del Ecuador “es el segundo más lindo del mundo después de La Marsellesa”: en un solo acto nos iniciaron en la lógica de lo ecuatoriano como “lo más… del mundo”, con la excepción de algún extranjero. Del himno nacional, al volcán activo más alto del mundo, a las islas más encantadas, a las playas más lindas, al cacao más fino y al mejor clima del planeta, llegamos hasta nuestros políticos, los más alabados y doctorados del siglo XXI después de Nelson Mandela. ¡Qué narcisistas los ecuatorianos! Tan presumidos por lo que no nos ha costado nada, en compensación por aquello de lo que carecemos, aquello que cuesta décadas o siglos de trabajo construir: un país logrado. (O)