Maestro y músico, Mario Porras es además un sensible fotógrafo, que me conmueve con una foto en blanco y negro, bella hasta la lástima y el espanto. Retrata la estatua en mármol blanco de Cristóbal Colón que estuvo en el Parque Italia de Quito. Bajo unos árboles sombríos yace abandonada, decapitada, rota la mano que extendía. Fue objeto de un acto vandálico, pero lo que es peor, fue vandalismo con pretensiones ideológicas. Se dañó una obra de arte de aceptables méritos, con la idea de rechazar el colonialismo que supuestamente significa la efigie de Colón. Esas pretensiones ideológicas lo que demuestran es un primitivo fetichismo, que intenta castigar en la imagen al representado. Son como las solteronas que en el siglo pasado ponían estatuas de san Antonio de cabeza para que les encuentre marido, como si la madera tallada tuviese poderes mágicos en su materialidad.

Cerca de los bárbaros que destruyeron nuestro Colón estaban Cristina Kirchner y Hugo Chávez, cerriles creyentes de cultos idolátricos patrioteros, que decidieron retirar la gran estatua del mismo almirante que se erguía detrás de la casa de gobierno argentina. Fue sustituida por una deforme representación de la heroína boliviana Juana Azurduy, tan chambonamente realizada que, a los pocos meses de colocada, ha evidenciado fallas estructurales. Ah, podrá decirme alguien, pero si en ese lugar el gobierno de Macri erige un monumento, digamos, a Alberdi, usted sí aplaudiría. Pues no, no aplaudo que se gasten fondos públicos en objetos que no tienen más utilidad que complacer opiniones, incluidas las mías.

No soy iconoclasta. Como católico entiendo bien el sentido que las imágenes tienen, pero la Iglesia sabiamente permite el culto de estatuas y cuadros, suponiendo que son una representación sin otra conexión con el representado que la que se produce en la mente del devoto. De manera que, cuando se destruye un imagen, se destruye una obra de arte, no al santo, ni al héroe. Yo, por ejemplo, tengo una reproducción de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, porque está muy bien tener, en templos o casas particulares, objetos que evoquen a quienes veneramos, admiramos o queremos, pero lo que no podemos hacer es que otros paguen por ellos. Por eso, las constituciones de los países deben prohibir que se erijan monumentos de ninguna clase, con ningún pretexto. Si alguien merece un homenaje de esta índole, y por supuesto que hay personajes que lo merecen, quienes creen eso deben hacer una colecta para pagar la imagen y comprar el terreno en que se la colocará. De hecho, en el Ecuador varias veces se hizo así hasta el siglo pasado. Los ya existentes deben ser puestos en venta, si el prócer retratado mereció admiración, siempre habrá interesados en mantener su memoria. O, si es una buena obra de arte, no faltará el amante de la plástica que la adquiera. Así habrá quien se duela de las estatuas, que las mantenga, evite que las dañen y que no corran el triste destino de los Colones de Quito y Buenos Aires. (O)