Los estudios sobre el populismo y los populismos abundan en América Latina. Es que, a pesar de que esta tendencia no fue exactamente inventada en este subcontinente, ni exclusivamente aplicada en él, ha sido el sistema político más característico de estos países, que no han logrado instalar un esquema de su propia factura, por más que han ensayado muchas “terceras vías” que los han llevado invariablemente al Tercer Mundo. Hay la propuesta de diferenciar caudillismo de populismo, atribuyendo al primero una precedencia en el tiempo. Se llama caudillo al jefe de una fracción oligárquica, mientras que el líder populista sería un conductor de masas populares. Es la tesis que, por ejemplo, alienta el texto canónico Velasco Ibarra, el último caudillo de la oligarquía, de Pablo Cuvi (quien, por cierto, en un luminoso artículo reciente ensaya una interesante hipótesis sobre la matriz psicológica destructiva del populismo).

Ya en la realidad resulta difícil distinguir un arquetipo de otro, el mismo Velasco Ibarra tiene características que lo aproximan a ambos conceptos. He oído que en su primera presidencia era todavía un caudillo, que a partir de 1944 su acción lo va acercando a un líder populista típico. El periodista y académico Diego Araujo Sánchez nos aporta nuevas visiones sobre el tema utilizando una herramienta crecientemente prestigiada en el análisis social: la novela. En su libro Los nombres ocultos, Araujo nos relata la muerte del chofer presidencial ocurrida en el primer velasquismo. A través de esta historia de crónica roja disecciona al caudillo. No se adentra en el fenómeno sociológico del movimiento político, llámeselo caudillismo o populismo, sino que expone la personalidad del dirigente a través de distintas facetas de su trayectoria.

El tema reviste particular interés y actualidad, puesto que vivimos bajo un régimen que parece condensar los defectos del populismo. Dado el corte que tiene el relato, no se puede dejar de comparar el caudillo de estos tiempos con aquel que en 1934 iniciaba su tormentosa carrera. Los monólogos interiores del protagonista de la novela y los diálogos que sostiene con otras figuras demuestran que fue un hombre culto, profundo y atormentado. Es un intelectual que quisiera entender desde una perspectiva existencialista el poder al que ha accedido, mientras se interroga sobre el sentido del amor y la muerte. Visto así el paso al caudillo del siglo XXI es como volver a la Edad de Piedra. Pero también queda claro que Velasco Ibarra era un líder que comenzaba a entender muy bien el papel político de las masas en la era moderna, un astuto político que recurría a una serie de trucos que se siguen usando, como las manifestaciones organizadas por funcionarios, los ataques físicos a los legisladores de oposición y muchos otros más. Es decir que quienes gobiernan lo hacen igual que “los mismos de siempre” pero, por supuesto, sin el brillo intelectual del legendario caudillo del país de antes, a quien además nunca se lo vio sudoroso ni descachalandrado aun en los mayores calores tras largos y fogosos discursos. (O)