La reciente experiencia en un monasterio nos evocó a Ludwig Wittgenstein (1889-1951), uno de los filósofos más importantes del siglo XX. Hijo de uno de los hombres más ricos del mundo, de origen judío pero de confesión católica, fue compañero de escuela de Hitler. Publicó un libro titulado Tractatus logico-philosophicus. En sus parcas 250 páginas pensó que resolvía todos los problemas de la filosofía, tras lo cual dejó por muchos años el trabajo teorético, dedicándose a varias actividades, entre las cuales estaban ser jardinero de un convento en Hütteldorf. Vivía en el cuarto de herramientas de la abadía, periodo en el que acarició la idea de hacerse monje. Renunció a su inmensa herencia, se hizo maestro rural y pasó largos periodos solitario en una cabaña.

En una forzada reducción podemos decir que lo que sostiene el Tractatus es que los límites del universo son los límites del lenguaje. Solo lo decible existe y solo lo decible es pensable. El lenguaje está articulado por la lógica, y esta coincide con la estructura del universo. Esto es racionalismo llevado a sus más radicales consecuencias. Pero ¿puede haber algo más allá de lo decible? Sí, pero es inefable, es decir, no puede ser descrito por el lenguaje y solo se lo alcanza a través de una experiencia no racional. Sobre su libro Wittgenstein comentó: “Quise escribir, en efecto, que toda mi obra se compone de dos partes: de la que aquí aparece, y de todo aquello que no he escrito. Y precisamente esta segunda parte es la importante”. La revelación de lo inefable solo puede lograrse en silencio y soledad, ¿la habrá conseguido el filósofo sometido al aislamiento y la abstinencia?

Lo que descubrimos en la contemplación mística son las cosas trascendentales. Y aquí usamos este adjetivo no como se lo hace corrientemente en el sentido de importante, sino en su sentido etimológico y recto, “que está más allá”. Son temas que trascienden la física y aun la lógica formal. Ahí se dan las manifestaciones del espíritu. Está la fuente de la libertad, otra realidad no reductible a las explicaciones científicas o racionalistas. ¿Y Dios? En tanto en cuanto es libertad, sin correspondencia con el objeto de la religiosidad. Las enormes mayorías religiosas veneran a los místicos, pero la experiencia inefable está reservada para un grupo escogido, escogido no en función de una gracia especial, sino de la capacidad de estos individuos de seguir una ascética, una práctica de desprendimiento. Frecuentemente se ha querido ver en la capacidad de recibir estas revelaciones patologías psíquicas y hasta anatómicas. En efecto, muchas veces se confunden los dos fenómenos, pero a la cuenta es fácil distinguirlos, el efecto que la experiencia mística produce en el sujeto no lo arranca de la normalidad, no es un “loco”, todo lo contrario, vuelve de su acceso conmovido quizá, pero lúcido; si no tranquilo, sí equilibrado; y, sobre todo coherente, talvez más de lo ordinario. La prueba definitiva del contacto estará siempre en la voluntad de convertir en vida lo revelado. (O)