Este artículo se publicará el sábado 11, pero lo escribo una semana antes, con lágrimas en el alma, al conocer la muerte de Muhammad Ali. El mundo ha perdido a un gran héroe, pero tiene ahora para siempre y por siempre el sello inolvidable de su talento, sacrificio, entrega sin recelo por una causa… también de sus errores, desplantes y excesos.
Cuando tenía unos 8 años, escuchaba en esas viejas radios cruzadas de interferencias la noticia de un loco que andaba suelto abatiendo adversarios, vaticinando cuándo y cómo ganaría, llenando de gracias y de insultos ruedas de prensa y rings. Se llamaba Cassius Clay… y de repente fue Muhammad Ali. Un peso pesado que peleaba como mediano. Volaba como mariposa, golpeaba como avispa, entraba y salía sin que incluso las sombras pudieran alcanzarlo. Se encerraría tres veces en un ring con Joe Frazier. Si alguien quiere ver la nobleza de profesionales que ganan millones pero se entregan con absoluto respeto, ahí lo tienen. Luego de eso, nadie puede dudar de que los seres humanos también podemos ser honrados. Nunca estuve más cerca del infierno, decía Ali. Más tarde, en Kinshasa encendió al mundo llevando el box a la tierra respetable (aunque el dictador Mobutu no lo era) de sus ancestros. Una lección de estrategia y cinismo.
Pero mientras peleaba en los rings, también daba golpes en (y a) la vida. Perdió título y libertades, al rehusar ir a Vietnam porque no quería matar vietcongs que nada le habían hecho, bajo el mando de blancos que sí violentaban a su gente cada día, en cada ciudad, de los Estados Unidos. Fue de los que labraron el camino para que 40 años más tarde ese país tuviera un presidente negro. ¡Vaya camino! Pero aun hoy es el país donde por un crimen de violación en recintos universitarios, en condiciones quizás similares, un chico afroamericano es condenado a 15 años de prisión y un blanco a 6 meses. ¡Debe revolverse Ali en su tumba! Por eso recorrió el mundo, ya afectado de párkinson. Para compartir el mensaje de paz, esperanza y rebeldía. Porque lo que intentó en los Estados Unidos es aún un sendero por estrenar en muchas partes del mundo. Aún hay tanto ser humano discriminado, violentado, abandonado en la vergüenza, por su color de piel, religión o nacionalidad. Por eso voló como una mariposa mensajera por el mundo.
Lo vi en Quito, hace 20 años, en la final mundial de Segundo Mercado contra Bernard Hopkins. En el Coliseo Rumiñahui apagaron todas las luces y se callaron todas las voces. Para que el gran invitado de la noche pudiera, bajo un solo haz que lo seguía a paso lento, llegar al ring, subir con enorme dificultad, levantar las manos en un esfuerzo que parecía eterno, y deleitarnos con una cortísima sesión de sombra. En cámara lenta, los mismos movimientos del rey del relámpago. Fueron largos minutos de una enorme emoción, la que hoy nos lleva a decirte: “Gracias, Cassius; gracias, Ali… con todos tus defectos tan humanos, sí fuiste el más grande”. (O)










