Hace poco Mario Vargas Llosa sugería volver a leer Guerra y paz, de León Tolstoi. Le hacemos caso, es una macronovela de 1.175 páginas en la edición que manejo. ¡Qué torrente de emociones, reflexiones y sorpresas! Entre esta y la primera vez que lo hice han pasado cosa de cuatro décadas. La conocí en un bello volumen propiedad de mi madre. Recordaba vagamente el tema, uno que otro episodio y que me gustó. Pero distó esa ocasión de ser la estremecedora experiencia que significó enfrentarla a los sesenta años. Disfruté más, entendí mejor y aprendí mucho más, ventajas de volverse viejo.
Entre una y otra lectura median también estudios y libros, eso explica en parte la diferencia. Por eso fui más sensible a las descripciones de la sociedad rusa. Esta edición comienza con una nota del autor, que no recuerdo que haya tenido la otra... ¿¡dónde estará!? Si la tenía y no la atendí suficientemente, es prueba de mi juvenil banalidad. En ella Tolstoi afirma su condición de noble y rico, que no le produce resquemor, todo lo contrario. La obra es el relato de la vida de príncipes, narrada por un príncipe. Puede así contar, sin asomo de condena, que un noble trocó algunas familias de siervos por una perra de caza. Azotar a un judío no es nada grave, si a ello te impulsó un descomunal chuchaqui... llama la atención la relación de la sociedad rusa de entonces con el alcohol, que tampoco se censura. Por supuesto se trata de una novela, no de un catecismo del buen vivir, por eso estas situaciones, actualmente no aceptadas, ni siquiera se describen como denuncia, sino como la realidad sin más.
La mecánica de la guerra es para el conde Tolstoi una realidad caótica, en la que el azar, la geografía, el clima, las corrientes sociales y las pulsiones de los individuos arrojan resultados en los que poco tienen que ver las ideas de los estrategas y las órdenes de los generales. Incluso la posibilidad de una descripción coherente de un combate es cuestionada: “Al narrar un acontecimiento bélico siempre se miente... todo lo que pasa en la guerra no es en lo absoluto como lo imaginamos y lo contamos”. Surge así una visión escéptica de los “grandes hombres”, quienes en el mejor de los casos son buenas personas con pocas cualidades. El zar Alejandro es objeto de un verdadero culto por parte de sus súbditos. Una de las más luminosas escenas de la novela relata la fascinación inicial de uno de los personajes por su soberano. Poco después, él mismo lo verá llorar impotente, reducido a una escala demasiado humana. En general, el emperador es visto como un hombre voluble y poco brillante, estupefacto ante la enormidad de su destino. Endoso pues la recomendación de Vargas Llosa, porque esta monumental obra nos enseña a descreer de los seres majestuosos, de los líderes brillantes y de los conductores iluminados. Mientras no derribemos estos ídolos, no seremos a plenitud humanos. (O)







