En el último poema de su libro Breve historia de la música, Eduardo Chirinos incluyó unas líneas en inglés que son dos preguntas que encierran su respuesta: “¿Tenemos una mitología?  ¿Sabríamos qué hacer con ella si la tuviéramos?”. Las líneas no tienen firma pero es fácil saber a quién pertenecen, porque el poema se titula como una pieza de John Cage, Daughters of the Lonesome Isle. Chirinos lo interpreta, tal como ha hecho en todo el libro, donde recorre obras musicales que van desde los berberiscos pasando por Erasmus Widmann, Jean Sibelius, Erik Satie y finaliza con Cage. Esas preguntas pertenecen al libro del músico norteamericano, Silencio, concretamente de la parte en la que habla de la “composición como proceso”. Quiero empezar por aquí para intentar acercarme a la obra de Chirinos, que ha fallecido el pasado 17 de febrero a los 56 años y que, siendo de origen peruano, es uno de los mayores poetas de lengua española de los últimos años. Esa grandeza no sólo viene dada por el esmero de su escritura sino por su diversidad de registros.

Chirinos no tenía una mitología única. Es decir, no se quedaba en un universo cerrado, quizá porque era saludablemente escéptico de las mitologías únicas. Las visitaba a todas. Era un director de orquesta que exploraba siempre nuevas combinaciones. Los títulos de sus poemarios reflejan la pluralidad: Archivo de huellas digitales Abecedario del agua, Humo de incendios lejanos, 35 lecciones de biología (y tres crónicas didácticas) y el más reciente: Medicinas para el quebrantamiento del halcón. No hay un estilo único: su estilo es ese múltiple proceso en búsqueda. Así se harían comprensibles los saltos mortales que daba entre un poemario y otro, colocándose casi en las antípodas de sí mismo. Entre los versos perfectamente puntuados de Escrito en Missoula hasta la ausencia de puntuación de Humo de incendios lejanos, leer a Chirinos es como encontrarse con un batallón de poetas. Interpretaba y dirigía su propia orquesta de escrituras. A esto se suma algo que no debería pasarse por alto de su trabajo literario: la traducción y la reflexión ensayística. Libros suyos como La morada del silencio, donde exploraba el tratamiento del silencio en varios escritores latinoamericanos del siglo XX, desde Westphalen a Olga Orozco, Eielson y Alejandra Pizarnik, Sologuren y Rojas, a su ensayo Los largos oficios inservibles, donde recopilaba mucho de su escritura en prosa. Chirinos creía en la posibilidad de que el poeta pudiera reflexionar sobra la escritura, y no se privaba de hacerlo. En su ensayo “Northrop Frye o los poetas nuevamente expulsados” hace una muy pertinente reflexión, diríamos que conciliadora, por la que el poeta, cuando hace crítica, opera como un lector privilegiado, y recordaba en este sentido las palabras de Borges de que se preciaba más de lo que había leído que de lo que había escrito. El que escribe es un lector particularmente intenso motivado, en gran parte, por lo que ha leído. Esa intensidad está en Chirinos. Lo refleja su poesía y lo refleja la variedad de intereses en su reflexión. Hasta publicó un libro titulado El Fingidor Revista Literaria donde reúne textos de diferente formato y que no es otra cosa que eso: una revista literaria, hecha sólo por él.

Su pérdida no sólo apena por cumplirse con un poeta en la plenitud de sus capacidades, sino por perder a alguien que aunaba sabiduría y bondad. Esto lo dijo él mismo pero al referirse, en una crónica hermosa incluida en Los largos oficios inservibles, a una visita que hizo al poeta portugués Antonio Ramos Rosa. Había en Chirinos esa sabiduría y bondad que dispersaba a quienes estaban cerca de él, o lejos también, como es mi caso. El último libro que me envió por correo es uno de los suyos que más admiro y que, no he dejado de decirlo, es uno de los grandes poemarios de inicio del siglo XX, Humo de incendios lejanos, publicado en México por la editorial Aldus en 2009. Allí escribió Chirinos, sin punto ni comas, pero con una fluidez que está medida por la destreza de su largo y beneficioso oficio, versos como los siguientes: “alguien no sé quién me dice cuídate de los significados no busques verdad detrás de la belleza aprende a respirar con la mirada”. Poco después, con su toque de humor, añade: “érase una vez una princesa bah la muerte no tardará en aparecer la muerte sus ojos azules sobre mi plato vacío”.

Chirinos deja banquetes de lecturas, bandejas llenas de deslumbramientos verbales, la muerte no lo encontró con un plato vacío. No faltará mucho para que se publique su obra poética completa –sin olvidar sus ensayos– y se pueda medir lo que está disperso en sus tantos libros. Por supuesto, hay varias antologías de su poesía. Hace pocos meses en Ecuador se publicó con la editorial Línea Imaginaria una cuidada selección de Aleyda Quevedo, titulada La música y el cuerpo. Es el mejor retrato de Chirinos: allí se podrá escuchar la música que él tan bien dirigía. Como él era un poeta feliz, quisiera recordarlo así: feliz. Y sordo, por supuesto. Esa era la paradoja: con una sensibilidad tan fina para la escritura, el poeta tenía sordera de un oído. Te lo advertía y luego se movía para acercarte a su oído bueno. Su escritura es una invitación para aprender a escuchar, como lo dice en ese poema sobre John Cage:

                                          apaga
                               la luz
                                         por una vez
                             cierra
                                         los ojos
                       y escucha
                                         escucha
                           vuelve
                                        a escuchar.