En lo político, en lo económico y en lo social, el 2015 ha sido el peor de los últimos diez años. El frenazo económico, al que está prohibido calificarle como la crisis que verdaderamente es, acabó con el ilusorio milagro ecuatoriano. La caída de los precios del petróleo demostró la fragilidad del extractivismo o, para decirlo con más precisión, puso en evidencia su inviabilidad y la ceguera de quienes apostaron todo a esa vía. El incremento de la deuda pública se estableció como la política predominante, pero no fue suficiente para evitar la mora en los pagos a proveedores y contratistas. Como no podía ser de otra manera en una economía que tiene a la renta estatal como único motor, los pagos pendientes se convirtieron en una cadena que afectó al conjunto de actividades.

El discurso altisonante y cargado de símbolos patrioteros perdió la efectividad que tuvo en las épocas de auge económico. Según la mayoría de los sondeos de opinión, la popularidad del líder llegó a los niveles más bajos de toda su gestión. Sus seguidores sostienen que ninguno de los presidentes anteriores alcanzó las cifras de apoyo que tiene actualmente, lo que es parcialmente cierto, pero se niegan a considerar la peligrosa inclinación de la curva descendente. Si sigue bajando al ritmo que lo hizo en este año, para mediados del próximo podría abandonar su condición de factor único e insustituible de su proyecto político, para convertirse en un lastre. Posiblemente la decisión de no ir a la reelección tenga que ver con esto, pero es poco probable que funcione adecuadamente por el grado de personalización de la cada vez menos recordada revolución. El futuro de este proyecto político siempre dependió de la suerte de Rafael Correa. Ahora, cuando la crisis económica amenaza con hundirle a profundidades que nunca previeron, esa suerte puede convertirse en fatalidad.

La fragmentación de los sectores de oposición, que es hasta ahora el consuelo de quienes se niegan a aceptar la gravedad de la situación, no es suficiente para evitar o por lo menos mitigar los efectos políticos de la crisis económica. Por el contrario, esa dispersión puede convertir a la lucha política y en particular a la contienda electoral en una disputa de grupúsculos, entre los que Alianza PAIS sería uno más. Las disputas internas le impedirán cerrar filas en torno a un candidato o a una sola posición política. El año que termina se caracterizó por las rencillas internas, esas que no han podido ser lavadas en casa y han trascendido a la opinión pública. Es evidente el retroceso de los sectores progresistas frente al avance de los que en otros momentos habrían sido calificados como neoliberales. El último puntillazo para la debilitada izquierda sería la selección del candidato presidencial que según el spot navideño parece ya decidida.

En fin, un año malo para todos. Como triste consuelo, este será mejor que el 2016, que presentará indicadores aún más negativos. Irónicamente, un año pésimo como el 2015 aparecerá como algo digno de nostalgia. (O)

El futuro de este proyecto político siempre dependió de la suerte de Rafael Correa. Ahora, cuando la crisis económica amenaza con hundirle a profundidades que nunca previeron, esa suerte puede convertirse en fatalidad.