Con ironía y mucha precisión, el politólogo Adam Przeworski sostiene que la democracia es un sistema en el cual algunos partidos pierden las elecciones sin que eso provoque una catástrofe social. Según esa visión, no es suficiente que las personas voten y que un partido resulte triunfador ya que, como es sabido, el mundo está lleno de dictaduras gobernadas por sujetos que ganan elecciones una y otra vez. Lo decisivo es que el partido gobernante pueda ser derrotado y que esa derrota no signifique el fin del mundo.

Una verdad así de simple llega a ser incómoda cuando algunos gobernantes, elegidos democráticamente, se convencen de que lo suyo es único e insustituible. En definitiva, que están haciendo una revolución. Por tanto, un cambio de presidente deja de ser la expresión de la alternancia tan propia de la democracia y pasa a convertirse en un asunto de vida o muerte. El cambio de un partido por otro en la conducción del Gobierno aparece como una amenaza de enormes dimensiones. Es una catástrofe social. Para evitarla, se deben utilizar todos los medios disponibles, lícitos o ilícitos, porque ya no se trata de política sino de guerra.

Esa es la visión que ha predominado a lo largo de los últimos quince años en varios países de América Latina. Fue exitosamente implantada por los gobernantes de Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador, que impulsaron el denominado giro a la izquierda. Más allá de sus diferencias, el elemento común fue el trazado de una profunda línea divisoria entre quienes apoyaban al Gobierno y quienes discrepaban con este. La polarización de la sociedad no fue el resultado de la aplicación de determinadas políticas, sino una condición básica para llevar adelante su proyecto político. Era necesario instaurar un juego de buenos contra malos, de todo o nada, de amigos y enemigos para que eso funcionara. Inevitablemente esto debía derivar en la restricción de libertades (de expresión, de asociación, de presentación de candidaturas, entre otras) porque era imprescindible coartar la posibilidad de que en el futuro se produjera un cambio de gobierno. Incluso si la Constitución era un estorbo para alcanzar ese objetivo, había que reformarla, remendarla y enmendarla las veces que fueran necesarias.

Pero, cuando se hace evidente el agotamiento del combustible que fue la exportación de materias primas y la gente llegó al punto de saturación con el juego polarizador, ven con asombro que la receta ya no funciona. La reacción de la presidenta argentina y de su colega venezolano no solamente grafican su inmadurez individual, sino que son la expresión de lo poco que han permeado los valores democráticos en determinados sectores políticos. Los desplantes, las amenazas, los llamados a la violencia, las maniobras soterradas, la instalación de bombas de tiempo para que le estallen en las manos al nuevo gobierno, son su verdadero legado histórico. Si no pudieron prever que en algún momento sucedería algo tan elemental como un posible cambio de gobierno, quiere decir que nunca entendieron que en democracia hay partidos que pierden elecciones. Esta vez fue el suyo. (O)