El 28 de noviembre le entregaron a Enrique Vila-Matas el premio de la Feria del Libro de Guadalajara de 2015 y en el acto de entrega dio su discurso titulado “El futuro”. Es decir, hace pocos días. Estamos por lo tanto instalados en el futuro, al menos el inmediato. El futuro del que habló Vila-Matas era el de la literatura. Quizá es buen momento para volver de nuevo a lo que dijo. ¿O habrá que esperar un mes o diez años? O citar una vez más a Faulkner diciendo que “el pasado no está muerto ni enterrado y ni siquiera es pasado”. De cualquier manera, el reconocimiento a Vila-Matas no solo que es merecido sino que es uno de los tantos que le han llovido en los últimos años: el Rómulo Gallegos, el Médicis-Étranger, el Ennio Flaianno, el Mondello, entre tantos más que no cito para evitar el aguacero.

Pero este premio de la Feria de Guadalajara merece comentario por su discurso de recepción. Vila-Matas habló sobre el futuro de la novela y aunque estaba feliz por recibir el premio, sus palabras no dejaban de ser inquietantes. Él había pensado que en ese futuro el estilo de las novelas decimonónicas “iría cediendo su lugar a los ensayos narrativos, o a las narraciones ensayísticas (…) una prosa a cuerpo descubierto, la prosa del nuevo siglo: una escritura tan movida como heterogénea, impura: mezcla de géneros y de registros estilísticos”. Mientras más nuevo resulta lo que dice Vila-Matas, resulta que su operación de futuro se gesta recuperando un pasado adventicio y periférico. A veces, la promesa de futuro consiste en saber descubrir lo que quedó al margen en el pasado. Y así lo ha cumplido Vila-Matas, que no por nada es gran lector de Robert Walser, de Gombrowicz, de Pessoa, de Laurence Sterne. Al leerlos, y al citarlos o reinventarlos con sus excéntricas recreaciones o alusiones, no deja que pasen cuando podrían pasar de largo. Aunque probablemente esa es la condición de los autores destinados a ser clásicos: parece que van a pasar de largo, pero no pasan. Están a un costado mientras corren, no ríos, sino lahares de tinta.

Sin embargo, su conclusión tiene una apariencia desoladora: los lectores estarían perdiendo la capacidad de atención incentivados por una prosa vana, sin estructura, sin reto en el lenguaje, sin la exigencia de la memoria que es como el espíritu exigible al lector. Si la literatura, como decía Connolly, es algo que ha de ser leído dos veces, significa que hay mucho más bajo la superficie de la prosa literaria o de un poema, núcleos de sentido que están a la espera de emerger activados por esa memoria que el libro cultiva con las interrupciones de lectura, con los cambios de plano, incluso con la masa narrativa que se abre como un delta y que estalla en ramales que el lector deberá ceñir. Y aquí viajamos al pasado del futuro. Los griegos llamaban “asaraton oikos” (los restos sin barrer) a aquello que caía de la mesa de un banquete y que está representado en algunos mosaicos: la cabeza de un pescado, un trozo de pan, una fruta abandonada, todo disperso. Plinio el Viejo lo evocaba como una forma artística de disimular los restos abandonados. Esa aparente casualidad en la disposición invitaba a un recorrido, al género literario del banquete, esa forma que la prosa ensayística, desde Las noches áticas de Aulo Gelio a los ensayos de Montaigne, es la manera en la que pasean autores como Vila-Matas o pasearon Pessoa, Walser, Sebald o Julien Gracq.

Precisamente hablando de Gracq, hace unos meses, hospedado un par de noches en la residencia de escritores que ofrece la casa del autor de El mar de las Syrtes, en Saint-Floreil-Le-Vieil, le escribí un e-mail a Vila-Matas contándole que mi habitación, como todas las de la “Maison”, tienen el título de una obra de Gracq. La mía era “Les eaux étroites” (Las aguas estrechas). “Una de mis obras de cabecera”, me confesó. Este pequeño e inclasificable libro de prosa es un paseo por un pequeño afluente del Loira. Nada más, nada menos. Pero es en el paso donde se aparecen los “precipitados adhesivos”, los nuevos asaraton oikos. Días después, en Nantes, donde Vila-Matas fue invitado a un encuentro, le di alcance y junto al Loira bromeamos disputándonos un ejemplar de Las aguas estrechas. Decidimos que era el último que existía sobre la tierra y a ver quién se lo quedaba.

Ahora él acaba de ganar este premio que no es cualquier premio. Es nuevamente Latinoamérica, y México para ser más específico, quien se lo da. Un país que fue el primero en empezar a reconocer la trascendencia de su trabajo literario. Fue por rutas mexicanas, concretamente por la revista Vuelta que dirigía Octavio Paz, que muchos supimos de Vila-Matas. Con este premio y con el Rómulo Gallegos, más y más lectores se han acercado a una obra vasta, verdadera enciclopedia vilamatiana que hay que leer con atención, estableciendo las conexiones más inesperadas de un libro a otro. Uno podría instalarse a vivir allí. Pero a diferencia de la advertencia que planteaba Augus Monterroso sobre el estilo de Borges, el estilo de Vila-Matas no es maléfico: no gira sobre sí mismo y se enrosca, sino que se ramifica y expande. No sofoca, tiene intersticios y fisuras, es esencialmente poroso. Siempre dice: sigue buscando por allá. Como los grandes escritores, es un verdadero quebradero de cabeza para las mentes y fronteras cerradas. Y es un gran anfitrión: la situación en realidad no es tan desoladora como parece haber dicho él mismo, porque precisamente que exista una obra como la suya ofrece un banquete literario alternativo. Quizá el asunto es más delicado, parece sugerir el autor, ver lo que queda luego del banquete y del ruido, ir por los fragmentos o residuos que escapan de la gran mesa por los bordes y no son barridos por el sistema. Escudriñar lo desconocido. Asaraton oikos. (O)

A veces, la promesa de futuro consiste en saber descubrir lo que quedó al margen en el pasado. Y así lo ha cumplido Vila-Matas, que no por nada es gran lector de Robert Walser, de Gombrowicz, de Pessoa, de Laurence Sterne.