Muy mala la señal que dio la cúpula de las Fuerzas Armadas al asistir en grupo y con uniforme a la audiencia de juzgamiento de varios oficiales en retiro. Mala para el país, mala para ellas mismas. Si trataron de mostrar el famoso espíritu de cuerpo que aflora en algunos grupos, no pudieron encontrar peor oportunidad. Si lo que buscaban era presionar a la jueza, estaríamos frente a una ruptura del principio de sujeción a la Constitución y las leyes. (Hay una tercera opción: que no confían en la justicia como está hoy, pero mejor ni considerarla). Es preferible pensar que se trató solamente de lo primero, de una mal entendida solidaridad que llevó a cometer un error, que se podría enmendar con una declaración bien pensada.

El juicio no es en contra de las Fuerzas Armadas ni cuestiona las acciones desplegadas por ellas en el cumplimiento de sus funciones. Es contra miembros de esa institución que rebasaron los límites que les señala el Estado de derecho. Respondieron a la violencia de un grupo armado con una violencia ilegal, no con la fuerza legal y legítima que les proporciona el orden jurídico. Esos individuos, no la institución, se fueron en contra del principio básico de respeto a los derechos humanos, que justifica la presencia de un cuerpo militar en una democracia. Se dirá que se enfrentaban a personas que habían irrespetado esos mismos derechos, lo que, aunque fuera cierto, no justificaría ese tipo de respuesta. Sin la plena observancia de ese principio, los cuerpos armados pasan a convertirse en una fuerza represiva.

Las Fuerzas Armadas ecuatorianas se ganaron la confianza de la población, lo que se comprueba mes a mes en las altas cifras de apoyo que muestran las encuestas. Es un apoyo que se debe, entre otras cosas, precisamente a su respeto al orden establecido y a los derechos humanos. Para nadie es desconocido que ellas no se alinearon en la corriente del gorilismo latinoamericano y que no exhiben las cifras de crímenes y desapariciones que opacan a las milicias de muchos países del continente. Quienes han estudiado a los militares ecuatorianos destacan la manera positiva en que aquí se eliminó la figura del enemigo interno que venía en el paquete de la nefasta doctrina de la seguridad nacional.

Es cierto que hubo gobernantes que intentaron acabar con esa norma de conducta y quisieron utilizarlas como fuerza de choque política. Precisamente fue el caso del presidente de la época en que se sucedieron los hechos juzgados. Es probable, por tanto, que algunos militares argumenten que se vieron obligados a ignorar los principios mencionados. Pero tampoco esto los justifica, ya que la apelación a la obediencia debida no cabe cuando existe una ética institucional. Esta predomina sobre cualquier orden emanada desde el poder político o desde las propias filas castrenses.

La mala señal viene de ese mal entendido espíritu de cuerpo, que en realidad es un mal olor que, al no lavar la parte sucia, amenaza con invadir a todo el cuerpo. (O)