Acudiendo a una frase cliché, de esas que dicen mucho y a la vez pueden no significar nada, alguien afirmó que sin debate no hay democracia. El entusiasta partidario del líder la rescató para calificar el debate del miércoles y darle una importancia que excede su propia significación. Según esa opinión, el hecho de compartir el escenario con economistas críticos del Gobierno tendría una trascendencia incalculable para el país. Como corresponde a estos tiempos de refundaciones, se la llegó a calificar como la primera vez que ocurre esto en la historia nacional. Tanta orfandad hay de debate que hechos que deberían ser parte del paisaje cotidiano terminan por sorprendernos.

Sin embargo, hay que destacar que el debate tuvo por lo menos dos características que lo convierten en algo fuera de lo común. Una es que, al contrario del formato utilizado a lo largo de casi una década, los interlocutores no fueron los invitados de piedra que están comprometidos a repetir un guion lleno de frases hechas. Incluso los intentos de seguir ese libreto por parte del periodista –que estaba ahí para moderar, pero no pudo escapar de su condición de funcionario gubernamental– quedaron fuera de foco y lo dejaron descolocado. Los tres contertulios fueron a decir lo que han venido sosteniendo públicamente sobre la conducción económica del país. Dahik y Pozo desde una perspectiva neoliberal, González desde una visión que podría calificarse como socialdemócrata.

La segunda característica es que, pese a los intentos de presentarlo como un debate académico, fue una confrontación estrictamente política. No podía ser de otra manera si en él participaba el político que ocupa la función más alta del Estado y sus contrincantes son personas que han transitado por la política. Fue infructuoso el intento de tratarlo como un debate académico. Seguramente se buscaba despolitizar el manejo de la economía y dejar sentado que el criterio técnico debe imponerse a cualquier otra consideración. El propio líder intentó que se lo considerara como un diálogo académico, e incluso hacia allá apuntó la entrega de la tesis, que dejó el gusto más bien de una tardía búsqueda de legitimación. Esa confusión en el carácter del debate impidió que se alcanzara la profundidad propia de un intercambio académico y restó espacio para la frontalidad propia de una confrontación eminentemente política.

Ciertamente, esa indefinición no le quita mérito, pero sí es necesario dejarla de lado cuando se trata de hacer un balance. Por la condición de los participantes, por los temas tratados y, sobre todo, por la situación del país, hay que llamarlo como lo que verdaderamente fue: un debate político. Un presidente no comparece para pontificar sobre conceptos y teorías. Lo hace para sostener posiciones políticas. Mucho más si se enfrenta, como en esta ocasión, a actores políticos que tienen propuestas alternativas a las suyas. Por tanto, los criterios para evaluar el debate no son los de la consistencia teórica, sino los de la validez práctica. Y, por supuesto, las emociones que son, finalmente, las que mueven a las personas. (O)