Se asegura que los niños, los borrachos y los locos dicen la verdad. El líder dijo una gran verdad la semana pasada. Aseguró que su credibilidad es el mayor tesoro de la revolución. Quizás le faltó precisar que no solamente es el mayor, sino el único. Ciertamente, hay que hacer justicia y recordar que esa verdad ya era conocida antes del sinceramiento de la mañana sabatina. Muchas personas a lo largo de los últimos ocho años la señalaban como la gran fortaleza de todo el proceso. La diferencia con la confesión propia es que esas otras miradas consideraban que el peso que iba tomando el liderazgo individual era a la vez su gran debilidad. Como buenos agoreros del desastre, advertían que si en algún momento llegaran a cambiar las condiciones, especialmente las económicas, la debilidad se impondría a la fortaleza.

Ese momento ha llegado. En el panorama inmediato se juntan amenazas externas e internas que ponen a prueba el modelo basado única y exclusivamente en las virtudes de una persona. Las externas están ya aquí bajo la forma de caída de los precios del petróleo, revaluación del dólar, devaluación en los países vecinos, frenazo de la economía china, potencial erupción del Cotopaxi y fenómeno de El Niño. Las otras, las internas, son un coctel explosivo conformado por las manifestaciones de descontento, el evidente desconcierto gubernamental frente a una situación que nunca previeron, la inexistencia de una organización política sólida, la carencia de cuadros de recambio y el engorroso problema de la sucesión presidencial (que incluye el procesamiento de las reformas constitucionales). Juntas, las amenazas internas y externas, configuran un escenario que no puede ser enfrentado exclusivamente con la fórmula mágica del tesoro de la revolución.

El problema, por lo que se ha visto hasta el momento, es que no han descubierto ni quieren descubrir otra fórmula. El empecinamiento en la reelección indefinida es el grito desesperado de quienes saben perfectamente –y lo supieron siempre– que más allá del líder está el fin de todo. Es muy similar al temor de los personajes de la serie Juego de tronos a cruzar El Muro para incursionar en las tierras plagadas de monstruos o, peor aún, al pánico por la posible entrada de estos a los dominios de los Siete Reinos. Como en la serie televisiva, es la comprobación certera del fin de un ciclo. Pero, a diferencia de la ficción, aquí los fieles custodios del tesoro no quieren aceptar que el trono puede quedar vacante y se aferran a que el actual ocupante lo sea por siempre y para siempre.

La apuesta por esa fórmula puede ser la peor solución posible para su propio proyecto político. Las amenazas, especialmente las externas, exigen ajustes de fondo a la economía. Quien se decida a hacerlos deberá pagar un precio muy alto en términos de credibilidad y apoyo ciudadano. Incluso, si el ajuste se restringiera al mayor endeudamiento, el sucesor deberá pagar las consecuencias. Con la fórmula de la reelección indefinida, ese sucesor sería el actual propietario del tesoro. (O)