Con ironía, un funcionario extranjero decía que en estos días las embajadas acreditadas en el Ecuador deben resolver un dilema a la hora de enviar una invitación para una recepción. No hay instrucciones protocolarias para la extraña situación en que dos personas ejercen a un mismo tiempo la función de ministro de Relaciones Exteriores. La solución más fácil sería invitar a los dos, con lo que el hipotético episodio pasaría a engrosar el anecdotario andino-tropical como la ocasión en que las momias cocteleras se multiplicaron por división. Pero el asunto se pone serio cuando esas dos mitades de funcionarios deben enfrentar temas de trascendencia, no solamente para el país, sino para el continente.

Uno de estos temas, con enormes costos humanos, es el de la frontera entre Colombia y Venezuela. Mientras el un medio canciller visitaba a Maduro –y a la salida formulaba una inteligentísima teoría sobre la caída de los precios del petróleo–, se estaba produciendo el desalojo de la población colombiana. Ni él, ni el otro medio canciller dijeron algo al respecto. El desplazamiento forzoso de mujeres y niños y las casas marcadas siguiendo la escuela del nazismo, no fueron suficientes para que por lo menos uno de los dos entendiera que la única salida para el problema era llevarlo a un organismo intergubernamental. Por causas ideológicas impidieron que se lo hiciera en la OEA. Por ceguera política no entendieron que Unasur no tendría legitimidad para intervenir. Así, Ecuador perdió una excelente oportunidad para afirmarse en el contexto internacional. El saldo final es que contribuyeron a que Uribe se alzara con un triunfo, que en su sed de sangre salta de felicidad.

El desacuerdo de los dos medios cancilleres quedó demostrado cuando el uno convirtió en asunto diplomático el enfrentamiento entre un obispo y un secretario. Olvidando aquellos felices tiempos en que un cura fue asambleísta constituyente por Alianza PAIS y las más recientes evidencias de la demolición del Estado laico por parte de su líder, desempolvó viejos tratados internacionales ya superados por el principio del rebus sic stantibus (la condición de que se mantengan las condiciones). Mientras tanto, el otro parecía tomar conciencia quijotesca de lo que significa haber topado con la Iglesia y arreglaba con los jerarcas locales. “Con quién será de hablar”, deben preguntarse en el Vaticano.

En el tema de Guatemala, donde la gente de a pie echó del cargo a la vicepresidenta y al presidente, solo hubo una tibia comunicación, expedida por uno de los dos medios cancilleres, en la que se respetaba a rajatabla el principio de la neutralidad y la no intervención. Obviamente, muy diferente habría sido la declaración si el derrocamiento hubiera ocurrido en un país bolivariano. Golpe blando y restauración conservadora habrían sido los calificativos, además de alguna heroica búsqueda de un buen lugar para morir. Tampoco cabía reconocer, para el caso guatemalteco, el papel desempeñado por la gente en las calles para acabar con un gobierno corrupto. Imposible hacerlo, si casa adentro se la condena por hacer lo mismo. (O)