Una tentación difícil de evadir ante las manifestaciones callejeras es calcular el número de personas de cada lado y extraer como conclusión un balance de ganadores y perdedores. Obviamente, no se puede negar que la cantidad importa, pero no es el único ni el más importante factor para evaluar un hecho social y político de este tipo. Considerar que todo se reduce a demostrar que los propios son más y los otros son menos es una simplificación que puede funcionar como consigna del momento, pero que en nada ayuda a la comprensión del sentido de esa acción y del conjunto de factores que dan origen a las movilizaciones.

Por ello, en lugar de acoger acríticamente la visión simplificadora del líder y repetirla automática e indefinidamente, sus seguidores deberían tratar de entender las causas de las protestas. Por esa vía podrían encontrar respuestas acerca de la confluencia de diversos –e incluso contrapuestos– sectores sociales, que ahora les parece inexplicable. Reducirla a unos números que se pueden manejar alegremente puede ser aceptable para un discurso de tarima (al fin y al cabo nos han acostumbrado a los discursos bailables), pero es una caricatura en términos de análisis político. Mejor harían si en lugar de preocuparse por cuántos son, se interesaran en saber quiénes son y por qué se movilizan. Pero eso demandaría mucho esfuerzo y exigiría pensar por cuenta propia, que es un ejercicio que no han practicado en largos ocho años. Por tanto, es mejor no sentarse a esperar una respuesta que nunca llegará.

La visión simplificadora no se queda en los números. Su otra cara es el argumento conspirativo, el que atribuye las movilizaciones a la malévola actuación de un grupo de pelucones que mueve los hilos para hacer bailar a todo el resto. La idea que emana desde la iluminada cúspide no acepta que los otros, esos que son menos, puedan tener una posición discrepante o simplemente que se atrevan a manifestar su disconformidad. No cabe siquiera la posibilidad de que alguien deje de reconocer todas las obras, todo el cemento fraguado en cientos de kilómetros y salga a las calles a reclamar. Quien lo hace debe estar loco o merece ser calificado como un adefesio. Mucho más si es un indígena que, desde esas alturas, es visto como un ser dúctil y maleable al que se le puede manipular al antojo.

La visión simplificadora, empeñada en calcular la proporción de personas por metro cuadrado y convencida –como Pedrito, el del lobo– del propio cuento de los golpes blandos, se convierte en el imán que desorienta a la brújula o, para ponerle un poco de modernidad, el virus que se instala en el GPS. Con esas coordenadas como guías, no resulta extraño que todo el aparato gubernamental termine volcado al trabajo de base, que es como llaman ahora al clientelismo, con un medio canciller a la cabeza y un líder que cada día se muestra más desesperado. Mientras tanto, la realidad les va diciendo que los tiempos cambiaron. Pero ellos no se enteran. (O)