Calificando el hecho con benignidad, sin caer en la grosería, hay que decir que la decisión de la Asamblea Nacional de obligar a sus miembros, es decir a todos sus integrantes, a presentar en sus discursos y en sus videos información “veraz, verificada, oportuna y contextualizada”, parecería una tomadura de pelo si no fuera una inocua tontería. Por eso digo gazapo, porque me parece que es un yerro que por inadvertencia o candidez se ha cometido.

Si el artículo 128 de la Constitución dispone que los asambleístas (me niego a decir los y las) “no serán civil ni penalmente responsables por las opiniones que emitan, ni por las decisiones o actos que realicen en el ejercicio de sus funciones, dentro y fuera de la Asamblea Nacional”, ¿qué es lo que se quiere establecer? Seguramente una sanción administrativa que ya existe en la ley, y si ya existe, ¿para qué una nueva norma sobre lo ya regulado? Además, me parece triste que más de ochenta voluntades en el interior del Parlamento hayan estado felices en autoflagelarse con limitaciones, nada menos que en la tarea mayor de los legisladores que es hablar, comunicarse para exponer sus argumentos, razones y puntos de vista.

Quiero dejar absolutamente claro que no estoy justificando ninguna agresión verbal porque no estoy de acuerdo con los insultos y descalificaciones, provengan del púlpito presidencial o desde la tribuna parlamentaria o desde cualquier otro lugar, pero tampoco me parece bien que se coarte la libertad del asambleísta para expresarse conforme a su criterio, que ya sabrá él –si es una persona ilustrada– dónde comienzan y dónde terminan sus límites.

Pero hay un asunto mayor, reconocido por todas las legislaciones de los países democráticos donde existe un Parlamento, que es un organismo integrado –salvo en algunas monarquías– por ciudadanos elegidos por la voluntad popular: se trata de la irresponsabilidad y de la inmunidad parlamentarias, y que consiste, la primera, en que los legisladores son absolutamente irresponsables sobre la expresión de sus ideas en el ejercicio de su función, llegando a reconocer la doctrina que esa garantía protege al representante tanto si la expresión de sus ideas constituye delito (injurias, difamación, calumnia) como si no lo constituye. Puede ser que a cualquier persona que no haya transitado por los predios de la política o del derecho le repugne esta protección de la irresponsabilidad (que en algún momento y cuando pude hacerlo propuse que se circunscriba a lo dicho por el asambleísta dentro del recinto parlamentario), pero lo cierto es que nuestra Constitución va más allá y dice que ampara las opiniones, decisiones o actos realizados “dentro y fuera de la Asamblea Nacional”. Nada menos.

Y la inmunidad es la protección contra toda acción penal de que gozan los legisladores durante el tiempo de su representación, salvo que la Asamblea Nacional haya autorizado su enjuiciamiento, lo que significa que la acción penal es incompatible con esa representación popular, y que es necesario, para que proceda, que haya operado el desafuero o que haya terminado su mandato o que el acto presuntamente punible no esté relacionado con sus funciones.

Además, uno es el discurso político que se pronuncia en una tarima en la calle o en la sede de un partido o en el recinto parlamentario, y otro el discurso académico en el auditorio universitario o en cualquier centro de investigación y cultura. Distintos en su corte pero similares en su obligación de guardar el respeto humano. Pero insisto en que si la Constitución de la República contiene las garantías o protecciones a los legisladores que antes menciono y si las faltas administrativas están descritas en la ley, ¿qué fue lo que quisieron hacer 84 asambleístas que votaron a favor de una resolución inocua y poco sesuda? (O)