El llamado al diálogo hecho por el Gobierno carece de tres condiciones básicas para procesos de este tipo. Lenguaje común, espacio compartido y confianza, deben coexistir si el objetivo es llegar a acuerdos. Obviamente, estas no serían necesarias si se pretendiera utilizar ese ejercicio como instrumento para retomar la iniciativa perdida y finalmente imponer las controversiales leyes. Pero, incluso suponiendo que el llamado sea sincero, se puede avizorar un resultado final muy alejado del acuerdo con los grupos que protestan y mucho menos que se produzca el retiro de las leyes. La ausencia de esos tres elementos básicos hace prácticamente imposible otra salida.

Que no existe un lenguaje común lo comprueba la distancia existente entre el discurso presidencial y el de los manifestantes. El primero se ha encerrado en una palabrería tecnocrática, de difícil comprensión para la mayoría de las personas, y en una prédica de tinte religioso, que ve a la riqueza y a la prosperidad como un problema moral, como un pecado. Las personas de la calle, mientras tanto, le están hablando de su situación personal, de sus familias y de la manera que el proyecto político y económico les afecta en aspectos sensibles y fundamentales para sus vidas. Esas personas se aterran cuando oyen que el líder convierte a quienes no pueden dejar nada en herencia en el ideal a alcanzar y entran en pánico cuando les asegura que nunca saldrán de esa situación. El discurso sesentero de la teología de la liberación, con su carga culposa, choca frontalmente con unas clases medias que, como corresponde a su situación, buscan estabilidad y ascenso.

La ausencia de un espacio compartido es resultado directo del control institucional absoluto que, si bien le dio resultados positivos a lo largo de ocho años, ahora se convierte en factor negativo. El diálogo podría realizarse e incluso podría llegar a acuerdos satisfactorios para ambas partes, pero las acciones concretas quedarán en manos del líder y unos pocos seguidores. El calentamiento de la calle, como lo han llamado despectivamente quienes antes la sentían tibia y agradable, es consecuencia de las puertas cerradas y de la docilidad de las instituciones. La pérdida del carácter deliberante de la Asamblea y la ausencia de instancias y procedimientos para procesar las diferencias comienzan a pasar factura a los cultores del modelo verticalista y cerrado.

Finalmente, la confianza en el diálogo alude no solamente a los interlocutores, sino también a los procedimientos, a las reglas e incluso a las formas. Pero, estos elementos solo pueden existir cuando se reconoce la legitimidad de los opositores. Por el contrario, son innecesarios e incluso aborrecibles cuando la política se entiende como la aplicación de una voluntad única e inapelable que descalifica a las opiniones contrarias y considera que dar un paso atrás equivale a una derrota absoluta. No puede haber confianza cuando uno de los participantes es él –y solo él– la última instancia y anuncia además que no cederá un milímetro. El “fuera Correa”, como respuesta radical desde el otro lado, es consecuencia de la desconfianza. (O)