Reino Unido nunca deja de sorprender. Las derivas de su humor cáustico, de su ‘delicioso’ clima y, últimamente, de sus resultados electorales, están ataviadas de un halo de imprevisibilidad que deja abierto mucho espacio a la elucubración. Esta incertidumbre configura la necesidad de protecciones básicas, como un buen paraguas, una aguda respuesta llena de sorna y la ansiosa espera que dé luz a la composición final de Westminster. Como una buena novela de Agatha Christie o de Arthur Conan Doyle, ese halo de suspenso sobre el resultado final de cualquiera sea la materia –como, por ejemplo, la permanencia o no de Reino Unido en la Unión Europea– contribuye a esa sensación ambiente de que algo se fragua en las costas de Albión, apelativo con el que también se conoce a las islas británicas y que rememora la denominación que los romanos les dieron. Por ese recelo inmanente, los anglófobos de todo cuño y periodo calificaron a Albión de “pérfida”.

En las elecciones del pasado 7 de mayo, la incertidumbre previa fue la tónica que introdujo un sinnúmero de puzles. El primero vinculado con quien iba a ganar la contienda. Lo parejo de la brega entre el primer ministro conservador, David Cameron, y su retador laborista, Ed Miliban, sorprendió a muchos en tanto la relativa estabilidad económica y el sostenido crecimiento tras la crisis del 2008, particularmente en los últimos tres años, parecían haber apuntalado la reelección de Cameron. Con esas mejoras también convivían varias cuentas pendientes del gobierno tory, sobre todo los continuos recortes sociales y la impresión generalizada de que las políticas de “chorreo”, reduciendo impuestos a las empresas y a los más ricos, habían desnivelado la balanza social de manera importante. Esa mancuerna pareció dar bríos a la candidatura de Miliban, quien a pesar de su imagen como un político desangelado de pronto pareció convertirse en una opción real de poder.

Ante la posibilidad de que ninguno de los dos líderes partidarios alcanzara la mayoría necesaria para formar gobierno, la mirada se fijó en sus posibles “aliados”, lo que complejizó los esquemas de coalición y gobernanza. Los liberales-demócratas, compañeros de los conservadores en el gobierno entre el 2010 y 2015, se perfilaban a una debacle como consecuencia de una alianza de gobierno que les hizo perder credibilidad. Los laboristas, a su vez, podían aliarse con los ecologistas y el partido escocés (SNP, en sus siglas en inglés), que amenazaba arrasar con las curules de su región. La gran incógnita que nadie quería mencionar era el rol que en ese debate tomaba la extrema derecha representada por el UKIP. Al igual que sus pares continentales, este partido aboga por una postura antiinmigración y por salir de la Unión Europea, apelando al nacionalismo extremo de tintes racistas. El UKIP ya había dado una campanada de alerta en las últimas elecciones europeas, convirtiéndose en el partido británico más votado, logrando acarrear buena parte del descontento ciudadano.

Estas tendencias generaron el caldo de cultivo para muchos escenarios que dificultarían formar gobierno y gatillarían conflictos de intereses. Una incertidumbre importante era el rol que el SNP podía tomar en un eventual gobierno laborista, lo que para muchos ingleses sonaba autoatentatorio considerando lo apretado y divisorio que fue el plebiscito del 2014 sobre la permanencia de Escocia en Gran Bretaña. La posibilidad que los escoceses forzaran una revisión de su estatus y aumentaran aún más su autonomía generó muchos resquemores. Otro problema era que los conservadores no pudieran formar gobierno ante la debilidad de los liberales-demócratas, lo que podía alentar una alianza con el UKIP. El peso de esos y otros tópicos en juego –la permanencia en la UE, el curso de la recuperación económica– finalmente gatillaron un cambio de intención de voto los últimos días de campaña, que atizaron una inesperada y abrumadora victoria conservadora, alcanzando el 51% del parlamento con 331 de los 650 escaños en juego, asegurándole a Cameron un gobierno estable e independiente de cualquier aliado.

Los laboristas perdieron el 10% de sus curules y los liberales-demócratas experimentaron una catastrófica caída de 86%. El SNP, en cambio, emergió como la tercera fuerza parlamentaria, ganando 56 de los 59 escaños que se decidieron en Escocia, en lo que se leyó como una revancha tras la derrota en el referendo del 2014. UKIP tuvo un sabor agridulce. A pesar de representar la tercera fuerza política en número de votos con cerca de 4 millones, apenas obtuvo un parlamentario, como consecuencia de un sistema electoral no proporcional. Empero, fue un cercano segundo lugar en medio centenar de circunscripciones laboristas, lo que pone de manifiesto que ante el avance del nacionalismo de todo tipo y de la extrema derecha, la incertidumbre hasta última hora será la tónica electoral en la pérfida Albión del siglo XXI. (O)

Ante la posibilidad de que ninguno de los dos líderes partidarios alcanzara la mayoría necesaria para formar gobierno, la mirada se fijó en sus posibles “aliados”, lo que complejizó los esquemas de coalición y gobernanza.