La doctrina Monroe, resumida en el principio “América para los americanos”, ha sido siempre malinterpretada en forma tendenciosa. Se hace creer o se quiere creer que significaba que todo el continente americano debía ser dominado por los estadounidenses. Cuando se expresó el propósito era claro, Estados Unidos no iba a tolerar que potencias europeas atentaran contra la independencia de los países latinoamericanos que ya la habían obtenido. Esto no incluía la presencia de relictos de los imperios coloniales, por eso hasta 1898 no se objetó el dominio de Cuba y Puerto Rico por España; así como el de Belice, Guayanas y posesiones insulares por el Reino Unido, Francia, Holanda y Dinamarca, que en algunos casos todavía permanece.

Posteriormente esta doctrina fue objeto de distintas aplicaciones, pero la más interesante fue la que llevó a impedir que Cuba se convirtiera en base de proyectiles nucleares rusos. Hay quien no se quiere acordar que, en esa crisis llamada “de los cohetes”, los líderes cubanos Castro y Guevara presionaron la posibilidad de una guerra atómica para acabar con el “imperialismo”. Ningún otro gobernante ha propuesto, con la seriedad que lo hicieron ellos, un holocausto nuclear. La historia deberá imputarles tamaña irresponsabilidad en su copioso prontuario, que incluye asesinatos, narcotráfico, toda forma de represión y decenas de intervenciones en otros países, sea mediante el apoyo a grupos terroristas, sea con el envío directo de tropas. De estos delitos los Castro no se arrepienten y tampoco han expresado voluntad de no volverlos a repetir.

Pero ahora viene B. Hussein Obama y, convertido en un nuevo Monroe, proclama algo así como “América ya es de todos”. Los ingenuos aplauden y hablan del “fin del último remanente de la Guerra Fría”. Lamento comunicarles que la Guerra Fría no se acabó. La victoria norteamericana que concluyó con la caída del Muro de Berlín fue solo una batalla. El totalitarismo no tardó en rearmar sus posiciones y ahora el conflicto aparece idéntico, las dictaduras china y rusa contra Occidente. La oligarquía comunista de Pekín, que siempre apareció en el tablero de esta contienda jugando sus propios intereses, en los últimos años se ha convertido en un actor temible, en una verdadera superpotencia. La coincidencia de intereses de rusos y chinos, en continuidad de la antigua disputa, se demuestra en la protección que dispensan a Corea del Norte, último baluarte del comunismo clásico. Es incuestionable que en muchos países de América, especialmente los agrupados en la llamada Alba, el dominio político financiero de la potencia asiática es incontrastable y su poder supera en mucho a lo que Estados Unidos poseyó, aun en los tiempos de oro del “imperialismo”. Todo esto parece ignorarlo la política del “nuevo Monroe”. Sumido en una borrachera de bondad, a la que convida a todo el continente, ha llegado a la peligrosa “hora de la amistad”, el momento en que el ebrio quiere abrazar al que asoma, no importa lo sañudo o mendaz que sea..., el chuchaqui va a ser espantoso. (O)