Estaba por terminar la lectura del segundo tomo de las Obras completas de William Shakespeare, correspondiente a las Comedias, cuando me informaron que la verdad oficial para el Ecuador es que no hay comediantes ingleses. Comprenderán mi anonadamiento. El volumen tiene casi mil páginas, pero apuraba finalizarlo porque de todas maneras quería hablarles hoy de su contenido, me parecía altamente apropiado que conversemos sobre comedias en carnaval. Si la genialidad del dramaturgo ya me había asombrado en sus Tragedias y en los Dramas históricos, en estas obras humorísticas alcanza cumbres excepcionales. Flor y Sebastián, jóvenes actores con los que comenté estas impresiones, dijeron con sabiduría que el escritor “estaba en el futuro, pero en un futuro al que todavía no llegamos”.

El absoluto dominio del lenguaje dramático le permite jugar con la misma naturaleza del teatro y desarrollar recursos que rebasan las tradicionales unidades lógicas. Así, por ejemplo, introduce comedias dentro de la comedia, y llega a utilizar las limitaciones que le imponía su tiempo en beneficio del efecto escénico. En la Inglaterra de su época no podían actuar mujeres en el teatro, por lo que los roles femeninos los asumían adolescentes varones. Pues estos hombres disfrazados de mujeres se disfrazan de hombres en situaciones que sugieren mucho más allá de lo que aún hoy se permite el teatro. La sutil telaraña que separa apariencia de realidad se disuelve en esta atrevida yuxtaposición de equívocos y disfraces. Esta maestría se basaba en el conocimiento práctico que tenía el “Cisne del Avon” de todos los aspectos de la actividad teatral. Fue actor (parece que mediocre), director, productor y propietario de teatros. Era, mírese por donde se lo mire, un comediante inglés.

Si bien la comedia shakespeariana entronca con la tradición clásica grecolatina, tuvo profundas influencias de géneros más populares, como la Commedia dell’arte italiana. Sabemos que una característica particular de este estilo teatral es el uso de preciosas máscaras. En los famosos carnavales de Venecia, las personas salen disfrazadas con caretas muy similares a las de la Commedia, este y otros indicios permiten suponer que esta forma tiene origen en las farsas carnavalescas. La máscara, herramienta esencial del humor, es un atentado contra lo racional y lo asumido. Las barreras sociales y todas las convenciones se relajan en la fiesta, en la farsa y finalmente en el teatro. El enmascarado es atrevido no porque el anonimato lo proteja, sino porque está poseído por el personaje que representa. Es curiosísimo comprobar el cambio de personalidad que se produce en el cómico una vez que se disfraza; los tímidos y sosos se vuelven audaces y chuscos. Enmascarados todos somos iguales, de allí el secular terror de los poderosos a estas manifestaciones jocosas. Una mascarada es de por sí una reunión subversiva. Los déspotas tiemblan cuando en las redes sociales, en un canal norteamericano, en un parque de Quito o en un periódico de Guayaquil, el humor pone en evidencia el absurdo de su lógica oficial. (O)