El semiólogo ruso Bajtín, estudioso de la cultura popular de la Edad Media y el Renacimiento, sostenía que el carnaval es la inversión intencionada del orden de la vida social. Por razones de las que solamente queda una memoria difusa, en gran parte de los pueblos del mundo se deja de lado, por unos días, el orden que aceptan como natural y que reina durante todo el resto del año. Haciendo honor a su origen pagano, pero también a la necesidad de una pausa en medio de los rigores de las religiones, de la solemnidad del poder y de las obligaciones cotidianas, en esos días casi todo está permitido. Entre los instrumentos más efectivos para hacer efectiva esa subversión del orden se encuentran la risa, la sátira y la ironía. Generalmente y ya que se trata de invertir el orden imperante, estas van dirigidas no solamente hacia las costumbres, sino sobre todo hacia los poderosos y los gobernantes.

Sería útil preguntarse por qué en nuestro medio ha terminado reducido al cada vez menos frecuente juego con agua y, en algunos lugares, a desfiles (que, al ser organizados por las autoridades, niegan el contenido irreverente de la manifestación popular). Una buena tarea para antropólogos, semiólogos e historiadores es la búsqueda de explicaciones de la pérdida del carácter contestatario, aquel que altera las jerarquías y que establece temporalmente el reino del absurdo.

Una de las explicaciones posiblemente se encuentre al observar lo que ocurre a lo largo del resto del año y no en esos días que supuestamente deberían ser de desacato y euforia. Así, para no ir muy lejos, bastaría con pasar revista a lo ocurrido durante la semana pasada. Comenzando por un día cualquiera, el sábado por ejemplo, pudimos ver y oír que el tema central de la política es el contenido de las caricaturas y del sainete de un cómico inglés. Pasando al lunes o al martes nos convertimos en testigos de la conmemoración de un golpe de Estado por parte de quien lo realizó, que suelto de huesos se declara demócrata convencido, llama a sus excompañeros de armas a pronunciarse y acusa de golpistas a los demás. Al atardecer del miércoles nos maravillamos con la lectura de la carta aclaratoria de una asambleísta que dice que no dijo lo que exactamente está sosteniendo en ese escrito y, como si no fuera suficiente, hace un gran aporte a la ciencia política cuando sostiene que el intento de convocar al pueblo a que se pronuncie es una expresión de elitismo. Con eso y lo que hubo a montones en el resto de la semana, podemos entender que no es necesario destinarle dos días a darle vuelta a la realidad. Esta ya está patas arriba. Ya reina el absurdo.

Lo que le diferencia profundamente del carnaval es que en este todos saben que son parte de una farsa, que es una burla que apenas dura dos días. No hay un engaño colectivo, como el que existe cuando el carnaval se vive todo el año. (O)