Muchas veces la casualidad es suficiente para explicar una situación compleja. Fue una casualidad que el día en que comenzaban a llegar las delegaciones de los países miembros de Unasur para tratar sobre la integración latinoamericana, las autoridades del país anfitrión detuvieran al bus de unos jóvenes que luego de un largo recorrido trataban de llegar a otro de los países del continente. Se había anunciado que el objetivo de la reunión sería el relanzamiento de los esfuerzos integracionistas y que uno de los puntos centrales sería la movilidad humana. El entusiasmo del secretario general fue tan grande que llegó a hablar de una ciudadanía sudamericana y algún funcionario nacional mencionó la posibilidad de un carné único para poder desplazarse libremente entre los “países hermanos”, como suelen decir.

La contradicción entre el hecho concreto y las declaraciones no es algo que llame la atención en nuestro continente. Al contrario, es pan de cada día y por eso ya ni siquiera es motivo de rubor entre los que comprueban que las palabras se les han ido más allá de lo permitido por la realidad. Pero en un caso como este hay varios motivos para tomar en serio la distancia entre el discurso y las acciones. Nadie puede desconocer que Unasur constituye el esfuerzo de integración más ambicioso de los últimos cuarenta o cincuenta años. Están allí todos los países sudamericanos, independientemente de las orientaciones políticas de sus gobiernos, y sus objetivos van más allá de la integración comercial. No tiene las limitaciones territoriales y temáticas de los acuerdos subregionales, ni las murallas ideológicas de las alianzas establecidas por afinidades o simpatías. Si hubiera sido tratado adecuadamente, podría haberse constituido en el germen de una verdadera Unión Latinoamericana.

Si hubiera sido tratado adecuadamente, pero no lo fue. Desde el inicio se lo transformó en el escenario para la disputa ideológica y de liderazgo, lo que llevó a países como Brasil a tomar una distancia que se tradujo en el debilitamiento del proyecto global. Con ofuscación, se hizo algo que jamás se debe hacer en un organismo internacional, y es nombrar como primer secretario general a un político activo (tan activo que estaba a punto de presentar su candidatura para volver a la Presidencia de su país). Nunca se consideró, además, que ese nombramiento ponía sal en la herida del conflicto entre Argentina y Uruguay por el tema de las papeleras. El conflicto ideológico, por su parte, obligó a echar mano de una solución tan absurda como fue la división del mandato del secretario general en dos subperiodos de dos años cada uno. Mientras tanto, los asuntos de fondo no marchaban o lo hacían a paso tan lento y pesado que perdía significación el proyecto en su conjunto.

En el momento de escribir este artículo comienza a desarrollarse la reunión, con bombos y platillos como corresponde, en edificio propio, en uno de los paisajes más feos del Ecuador. Algo saldrá de ahí. Pero fueron suficientes un destartalado bus y unos chicos para mostrar las miserias de la integración.