Se puede comprender perfectamente que el líder y sus seguidores no quieran someter la reelección indefinida a consulta popular. Para qué lo van a hacer, si cuentan con una Constitución que puede ser moldeada como plastilina, una Corte que se encarga rápida y eficientemente de eso y un montón de manos de alzado automático en la Asamblea para aprobarla. En esas condiciones, hasta el más ortodoxo se olvida de los principios y toma la vía del pragmatismo. Las proclamas de democracia directa y de participación ciudadana con que llenaron los debates de Montecristi pueden seguir durmiendo sin límite de tiempo. Para ser desempolvadas se requeriría que ocurra uno de dos hechos. Primero, que existan evidentes muestras de desgaste del liderazgo y que, por tanto, sea necesario revitalizarlo. Nada mejor para ello que ir a una consulta sobre temas que ni por carambola puedan poner en riesgo su permanencia en el cargo. Segundo, si ellos pasaran nuevamente al estado llano seguramente volverían a encabezar uno y mil pedidos de consulta. Lo primero no es improbable, especialmente con la caída de los precios del petróleo, mientras que para lo segundo deberá pasar muchísimo tiempo.
Sea como fuere, lo cierto en este momento es que cada una de las instituciones que se manejan a control remoto desde las sabatinas se encargará de cerrar el paso a cualquier consulta que no venga desde arriba. No es solamente el tema de la reelección lo que importa (que, de hecho, es vital para el famoso proyecto), sino en sí mismo el ejercicio de esta forma de democracia directa. Es ingenuo pensar que el Gobierno y el resto de instituciones vayan a permitir la utilización de un recurso como este por parte de otras personas. Eso significaría que reconocen la existencia de ciudadanía más allá de las multitudes encandiladas por los reflectores de la tarima. Es algo que nunca lo van a hacer porque la idea básica que rige a este proceso es que si la ciudadanía está representada en el Estado, ya no tiene cabida su acción autónoma y espontánea.
Como prueba está el artículo de su máximo exponente en uno de los diarios gobiernistas. Allí sostiene que “lo público [está] expresado en el Estado como representación institucionalizada de la sociedad”, para concluir que las reivindicaciones sociales dirigidas hacia este le perjudican a ella. La confusión –seguramente intencionada y no por desconocimiento–, que no diferencia entre lo social, lo público y lo estatal, sirve para cerrar el paso a las expresiones autónomas de la sociedad. Obviamente, es un argumento que no resiste el menor análisis, no solo porque lo social sigue existiendo a pesar (e incluso en contra) del Estado, sino porque seguramente el mismo personaje no opinaría esto si a la cabeza de ese Estado estuviera un Nebot, un Lasso o incluso un Acosta. Pero, a pesar de lo falaz que resulta el argumento, es tremendamente útil en términos políticos.
Ahí está el fondo del asunto. Es imposible que haya consulta de iniciativa ciudadana en tiempos de revolución ciudadana.